Os debo unos comentarios, os debo unos textos que casi no llegan, os debo algunas horas. Perdonad vecinos pues he estado bastante liado, aunque no hay excusa para pasar un buen rato.
Os debo este texto del 25 de Septiembre, Os debo una denuncia delirante y os debo una ruta de la GR 48, y eso por la parte más corta. Mi vecino, ese que va por ahí con capa y antifaz, dice:¡ que, que pasa, que lo tengo abandonado! Os lo debo……….
¡¡ PONGÁMOS QUÉ HABLO DE….!!
Una de mis mejores inclusiones a aquel paraje tan visitado por mi, ocurrió aquel domingo 25 de septiembre. En mi coche y a las 6.30 de mañana, cuando aún la noche campaba a sus anchas, cuatro amigos casi desconocidos emprendimos un viaje a la sencillez más primaria.
Mi vecino Eugenio me propuso visitar un día la sierra − veo qué te gusta el parque natural de Andújar −. Me dijo. De todos es sabida mi pasión por aquel cacho de tierra. − Yo he vivido allí desde los dos años, y he pasado casi toda mi vida de guarda en una finca, cuando los recuerdos y la nostalgia me salen por la piel, subo a visitar mi tierra, y sobretodo, a comprobar que todo esté en su sitio −. Hablaba y contaba su vida en el monte y por momentos me hipnotizaban la honradez y la verdad de sus palabras.
Así se dispuso, el amanecer lo debíamos de ver camino del pantano del Jándula. A los tres minutos de coche, ya nos conocíamos perfectamente los cuatro, o al menos lo necesario como para pasar ese domingo de septiembre.
Mi vecino puso en aviso de nuestra visita al guarda. Este, amigo y heredero de su puesto como guarda, dejo una puerta trasera entreabierta. Pasamos la puerta metálica, entramos a un mundo simple y de valores sencillos, donde las palabra sí tiene fuerza, donde lo dicho entre hombres vale como las señales de un mapa o la firma de un contrato.
En el 4x4 improvisado viajaban; un anciano nostálgico con esencia de jara por sus venas; un sobrino camionero, con un amor platónico por la sierra y por las historias y la vida de su tío; un intelectual preguntón donde por momentos las circunstancia le desubicaban por completo, y loco por encontrar un lápiz o bolígrafo para apuntar aquello que no podía retener en su memoria; al volante un pobre aprendiz de brujo, que no hace mucho le vio la verdad al asunto y abnegado se dedica a sacarle el jugo a la alegría, es más, vive sólo para exprimir y saborear el néctar de la felicidad. Y esa excusión, como digo: fue un viaje a la sencillez y la alegría más primarias.
Tras pasar la valla metálica entramos en un mundo privado, en un mundo visitado tan solo por una docena de matriculas privilegiadas de doce coches diferentes. Atrás se quedaron primas de riego, conflictos con la sanidad y la educación, la crisis del euro no existía pues por aquellas trochas se contaba aún en pesetas. La tierra dejó de girar, los segundos duraban horas, esta época de vorágine y desaliento se quedó con un palmo de narices tras el candado de la puerta metálica.
Nuestra primera visita fue la finca donde trabajó mi vecino, antes subimos pendientes imposibles envueltos en el olor del amanecer puro, de dehesa, de monte mediterráneo, atiborrados de oxigeno de lentisco y jara. Mi vecino Eugenio no paró un instante de contar y desnudar años y años por aquellas letanías. Los ojos vidriosos, los labios resecos de tanto hablar y recordar, el alma en su garganta. Paramos un minuto en el paso de un collado, − allí −, señaló con el índice, − en lo alto de aquella loma, allí, esparciré mis cenizas −. Qué suerte, qué claro lo tenía, sabía perfectamente donde pasar la eternidad. − ¡Tan arriba!, no había otro sitio más llano Eugenio, ya podías haber elegido el mar como hacemos todos los del interior −, bromeábamos, intentábamos quitarle emoción al momento. Con palabras sencillas y honestas, su sobrino se ofreció a subirlo allí y esparcir sus cenizas, cómo él quería, y lo dijo de todo corazón.
Eugenio entregó los presentes que tría bajo el asiento a María, la mujer del guarda. Una hermosa ristra de ajos y un par de berenjenas brillantes y prietas como una noche de Enero.
La soledad, el paisaje, comenzaron hacer mella en nuestros ojos, Pepe y yo cruzamos miradas de asombro. Quedamos con María para después, para cuando Paco el guarda estuviera, y retomamos el camino.
Dejamos “Puerto Bajo” y otra puerta nos llevó a “Puerto Alto”. Eugenio, orgulloso, nos contaba el trabajo que allí hizo. − Todo lo que veáis arado, todo lo hice yo, primero con una yunta de mulos y después con un cadenas −.
Los ciervos se dejaban ver, la berrea se oía, la fauna cinegética tenia allí su cielo, su paraíso antes de encontrarse con un calibre 300 que los llevaría al infierno, al infierno de la caza mayor.
Eugenio no paraba de hablar, estaba encantado con las constantes preguntas que le hacíamos Pepe y yo. Mi amigo a lo suyo, el nombre coloquial y tópico que usaba para distinguir la fauna y la flora o los sitios específicos de la finca, le volvían loco, una sonrisa tímida y personal asomaba a su cara mientras en retales de papelajos hacia sus anotaciones:”mohíno, La Barranca Vega Ancha, el Horno del Podrío, Los Atrancaderos, la mejorana, cantueso, el bareto…” Y yo a lo mío, preguntas antropológicas, de cómo era la vida allí, de cómo era el invierno, de cómo se enteraba de lo que pasaba fuera de los límites de la finca. No quiere contarnos lo malo, sólo mostrarnos lo bueno, su mirada se pierde entre las encinas que conoce perfectamente, su mirada fija en el monte, en su monte, un suspiro como el hielo se le escapa hacia el cristal de la ventanilla, cree que nadie se ha dado cuenta, mejor así.
El desayuno (perdón, el “Pikis-Labe” cómo decían) lo hicimos debajo de un alcornoque, pero la comida se merecía la sombra de una gran encina.
Antes vistamos y hablamos con una guardeña amiga de mi vecino de una finca colindante. Sus ojos tristes nos enseñaron la soledad, − Eugenio ya no lo aguanto más, van para veintitrés años los que llevo aquí sola, además el señorito no quiere poner las placas de luz − nos mira cómo si nos conociera de toda la vida, o cómo si no le importase las consecuencias de sus palabras, − mi marido se va al amanecer a controlar los bichos, y yo, aquí, sola todo el día −. De nuevo las miradas cómplices, Pepe y yo no salíamos del asombro, por momentos vivíamos y éramos protagonistas de la novela de Delibes “Los Santos Inocentes”. Aquel paraje, aquel vergel, aquel remanso de paz roto tan solo por el movimiento sinuoso de las sombras de las encinas. Aquel rincón se convirtió hace ya años en el infierno particular de esta mujer. Tragamos saliva, áspera y dura, como las palabras de esta nueva amiga, Pepe anotó algo en un cacho de papel y a mí, sus palabras, se me clavaron en el corazón. Lo que hacía diez minutos resultaba una experiencia única (ciervas al lado de la lonja y andando junto a los coches, una cortijada de postal, recién encalada, dos robles enormes como atalaya al frente de la casona, de banda sonora la música del monte mediterráneo) se convirtió en la otra realidad. El lado oscuro de la vida ermitaña, de esa vida que casi nadie conoce o entiende excepto el amigo Delibes y mi vecino.
Un simple: − Esto es muy duro, te tiene que gustar mucho el monte para vivir aquí − de voz de Eugenio para explicar el momento.
Continuamos la marcha, pasamos por prados de pastos secos y amarillentos, pisados por los ciervos que entonces si contemplábamos a escasos metros de distancia.
La berrea a viva voz, el sonido de una nuez resquebrajándose en una garganta encendida, esta es la música de Sierra Morena. Aún con un cortejo triste por parte de los venados a causa de altas temperaturas, algunos tenores ungulados nos deleitaban con su martirio sonoro.
Hemos cruzado carriles, trochas, senderos, todos ellos hechos por mi vecino y su hermano. Ellos fueron los ingenieros, los topógrafos, los peones. Rajaron y cortaron la sierra durante muchos años para llegar a casi todos los rincones, sus carriles parecían las venas del monte, y por ellos discurrían para el beneplácito del ganado cinegético, cómo para la comodidad del pagador del puesto en la montería. No olvidemos que el fin de estas fincas es la caza mayor.
Ya toca comer y Eugenio sabe perfectamente donde va a ser. Han sido numerosos los días de avituallamiento y siestas al cobijo de la encina que emerge en solitario en lo más alto de la finca. A la izquierda, a nuestro pies, el pantano del Jándula. A la derecha la loma donde quiere pasar el resto de su eternidad. En nuestras cabezas un par de águilas reales cogiendo térmicas y disfrutando de su peculiar vista. Nosotros a golpe de prismáticos vemos como una de estas águilas se posa en tierra y pasa allí unos minutos tranquila. La comida se acompaña con un buen trago de vino y unas alabanzas a la carne con tomates y pimientos que mi vecina echó en la talega de su marido. − Eugenio, amigo, para la próxima vez, dile a tú mujer que haga la olla más grande, esto está de lujo −. De lujo iba siendo el día.
El café con miel lo tomamos con Paco, el guarda. Mientras llegamos al cortijo, mi vecino me enseñó los nidos de las águilas Imperiales, los nidos de la cigüeña Negra, madrigueras de linces, paso de lobos y todo envuelto en alguna historia que le pasó con estos animales. Manolo, su sobrino, le escuchaba atentamente, cómo si la oyera esa historia por primera vez, y ya la conocía de toda la vida. Han pasado algunos días de esta excursión, he dejado madurar estas palabras pues me impresionó gratamente y quería al menos darle esta importancia. Puedo decir que tío y sobrino me parecieron un tanto a Don Quijote y su entrañable Sancho. Por momentos la defensa qué Eugenio hacía sobres su vida en aquel cacho de tierra, bien valiera un capítulo de Cervantes.
Qué fácil es disfrutar de las cosas pequeñas, ahí es donde se esconde el misterio, no hace falta viajes apoteósicos, o coches carísimos que solo ven el interior de la cochera, o aventuras de cinco o de cinco mil euros, con sólo un trago de vino, junto a cuatro amigos al cobijo de la sombra de una encina, la vida es más feliz.
En casa de Paco el guarda, María su mujer nos ofreció su mejor café, su mejor miel y su mejor leche, la que ellos tomaban cada día.
La charla fue distendida, Paco sin conocernos de nada nos ofreció su casa, su mano, su amistad. Hablaron del poco calibre de las cuernas este año, de que los venados no estaban gordos, que el frío todavía no se había echado. No dijeron nada ni de la Merkel , ni de Moody´s, las primas de riegos y el FMI no aparecieron por aquella sobremesa. Paco si reprochó la conducta de unos técnicos de la Junta de Andalucía que lo visitaron hace poco, más que nada porque no sabían distinguir el alcornoque de la encina. Sabiamente se preguntaba el guarda si “estos” eran los que le iban a dar de comer en el futuro.
La tarde al igual que el día pasó entre cosas pequeñas y sencillas. En romper algunos piñones en busca de su fruto, en comprobar la instalación de las placas solares, en verificar los acumuladores de luz, porque al contrario de la finca vecina, Paco y María si tenía luz, y ella al menos dejaba la televisión encendida mientras hace la tareas de la casa y Paco, Paco no sabe de teles, sabe de ciervos y de enfermedades de encinas y pinos y sobretodo sabe de miel, y de panales, y de abejas y a él le da igual lo que den en la televisión, eso sí el tiempo de la 1 del Canal Sur, no se lo pierde.
Y regresamos, y nos conjuramos con Paco y María en volvernos a ver. Desandamos un poco de camino hasta la puerta metálica, aquella frontera de alambrada trenzada separaba dos mundos, cuando Eugenio echó el candado, gritaron, ¡¡ GOOOOOOOL !!
cómo locos por la radio del coche. Apagué la radio, el regreso a casa esa vez fue bajo la charla y el silencio de cuatro amigos que se encontraron un domingo de septiembre.
La noche todavía calienta mi balcón, ya tengo ganas de que llegue el frío y la lluvia limpia. Espero contaros pronto la ruta de la GR 48, y la denuncia que tengo que hacer los ¡¡21 ingenieros ineptos del ayuntamiento!! Cómo me dijo uno que tenía que hacer. Esperadme no os durmáis aún que os tengo que contar…
Buenas Noches………