jueves, 30 de octubre de 2014

EL AS DEL SUBASTAO

                        EL AS DEL SUBASTAO.-

En mi pueblo.

En mi pueblo hay una mesa a la sombra de un olmo. Es como la fuente de la plaza, como los bancos del paseo. Es como las aceras, como los bordillos. Es tan vieja como mi pueblo. En mi pueblo hay una mesa a la sombra de un gran olmo. Como en casi todo los pueblos.
En esa mesa juegan a cartas los mayores del pueblo desde que plantaron a este viejo olmo.

La mesa de los mayores se llama  “La Moncloa”, donde la vida ha pasado entre mano y mano de cartas, desde la perra gorda hasta los céntimos de hoy. Allí marca el devenir de lo transcendental en este momento de la vida, quién domine el juego ese día. Eso es así, eso es la ley de la mesa del olmo. El anciano que coge un par de manos seguidas está en disposición de la verdad. Ya puede estar el sol en la calle, que él canta las cuarenta en copas y hace la noche el día.

Los viejos hablan cosas de viejos. De que faltan quince días para que maduren las granadas, que las nueces este año vienen más secas. Que desde Gordillo no habido nadie que corra la banda como él. Y además ya se atascan a la hora de hablar, y hasta tienen que alzar la voz por respeto a Santiago que se está quedando sordo y el muy cabezón no quiere ponerse el pinganillo ese, a Lorenzo le va bien, y oye cascar un huevo en casa del vecino, pero Santiago es un cabezón de toda la vida. De toda una vida bajo un olmo jugando a cartas. Jugando al “Subastao”.

Un día andaban los viejos debatiendo de sexo, drogas y rock & roll. Mirando al cielo y culpándolo de que no lloviera, de qué cuánto queda para las doce del mediodía por que el chato de vino no tiene espera. Cuando a la mesa del olmo se acercó un joven con una baraja nueva y suave. Y tan solo dijo: Jugáis a llenas o más diez.
De seguida le hicieron un hueco en la mesa del olmo, y repartió esas nuevas cartas que se deslizaban por el viejo tapete, como si fueran patinadoras rusas. Y cantó más veinte, y luego le cantó al cazo, y a las cuarenta en oros le seguían las veinte en bastos. Y aquel joven fue la mejor medicina para la artrosis de los viejos. Fue el mejor remedio, a parte del chato de vino, para sus corazones casi dormidos. 
Arrastro, y vuelvo a arrastrar. Y aquellos céntimos se posaban a la sombra de este joven con voz de viejo.

Pasaron los días, y el nuevo ocupó el sitio del más sabio, le arrebató por derecho la posición al que más veces ganó a las cartas. Le quitó hasta la palabra, hasta la verdad. Ahora era su palabra la que importaba, y si no era así, se la inventaba, qué para eso cantaba él las diez de monte en cada mano del “subastao”.
Una mañana dijo que era de noche, por qué si. Se había llevado el cazo otra vez, y le apetecía que fuera de noche.
Un viejo se levantó de la mesa antes de las doce del mediodía. Demasiado pronto para el vino Julián, le dijeron. Julián ni giró la cabeza. Qué cosas tiene e Julián, siempre está igual.
Al día siguiente el joven de la baraja nueva le reprochó a un anciano la manera tan lenta en repartir sus cartas. La artrosis hijo mío, que ha vuelto esta mañana, se excusó el anciano.
Y hace dos meses, el joven de la baraja de cartas nuevas, trajo un dominó a las mesa de cartas del viejo olmo.

Cómo siempre cerraba y el seis doble eran para los otros. Esta vez eran las porras del dominó las que le otorgaban el derecho a tener razón. Aunque en la mesa de cartas el juego del dominó solo fueran para tres.

Los bancos del paseo se poblaron de viejos. Se emparejaron los primeros días, y así se quedaron emparejados para siempre en esos bancos.
En la sombra del olmo, en la mesa de cartas, se juega al dominó. Cómo al dominó de dos parejas no se puede jugar con tres personas, el joven de la baraja nueva sacó unos dados.

Aquél cubilete tintineó sobre la mesa unos días. Cada golpetazo de aquél cubilete en la mesa despertaban del letargo a los ancianos de los bancos del paseo, pero solo era un suspiro, luego volvían a sus miradas de viejos. Tan fuerte golpeaba la mesa del olmo con su cubilete, que Lorenzo le quitó potencia al pinganillo, Santiago por su tozudez seguía sin oír muy bien.

Lorenzo le quitó toda la potencia al pinganillo y marchó para su casa, y la mesa de cartas se quedó con dos personas.
Uno, no paraba de gritar solo, de anunciar verdades e imposiciones porque así lo estimaba él, y el otro, medio sordo, que no entendía como aquella mesa se quedaba desierta después de mil años.




A mí me gusta pulular por la calle, hablar con la gente y meterme en los chismes de todos. A mí me dieron pena los bancos del paseo llenos de viejos, y la mesa del olmo vacía. Y le pregunté a un anciano: ¿Por qué no jugáis a cartas ya? Y con su voz de viejo ya cansado me dijo: Ha roto la baraja.

Yo, como buen explorador que soy, dejé una baraja de cartas nueva, sobre el viejo tapete, en la mesa que hay en la sombra del magnífico olmo que hay en mi pueblo. A ver qué pasa.

De momento se acerca Santiago, sin oír a los coches que le advierten que está molestando. Que tozudo es e Santiago.

Buenas noches, o mejor aún………Buenos días

wiwi.



domingo, 14 de septiembre de 2014

RADICALES

           

Han pasado un millón y medio de parados. Han pasado fraudes por subvenciones a dedo, y subsidios al mejor jamón de regalo. Han pasado cursos formativos para trabajadores mal informados de que ese curso era la manera más válida para desvalijar las arcas de nuestra autonomía. Ha pasado que mi ciudad y provincia esté en la cabeza del paro, del desempleo juvenil, y los primeros del déficit público del estado español. Han pasado 35 años para que me digan hace una hora, que “ya vamos a cambiar, que vamos hacerlo bien, que los malos son muy malos y nosotros somos muy buenos…” me lo acaban de decir entre vítores y aplausos hace unos minutos.

Ha pasado que han cambiado el poder judicial por el antojo de unos pocos. Han pasado de los trabajadores y de sus derechos sin más explicaciones. Han dilapidado los recursos sociales, culturales y democráticos porque si, y echándome la culpa a mí de todo. Han vuelto a remover el miedo del pueblo. Ha pasado un Barcenas, un Gurtel y un instituto Noos. Han vuelto a blandir banderas para recordarnos el miedo. Han vuelto a tratar al pueblo español como si fuéramos  niños pequeños e irresponsables incapaces de tener decisión y criterio. Han vuelto hombres feos y con un grave problema de ego a decidir sobre el cuerpo y la mente de la mujer. Han subido la luz, la gasolina, el agua, el pan y la harina. Han bajado el sueldo, la autoestima y la voz del pueblo. Han abofeteado la cara de la sociedad con un guante de acero. Han robado, evadido, defraudado, manipulado, gobernado con autoritarismo y se han creado una forma de vida impune y sobre-elevada  a costa de la mayoría del pueblo dócil y respetuoso. Ha vuelto la iglesia repicando campanas. Han vuelto a echarme la culpa de vivir por encima de mis posibilidades, después de pagarles todos los impuestos abusivos. Ha saltado gente desde sus balcones avergonzadas por un desahucio injusto. Ha vuelto a ganar la banca, la banca siempre gana. Han vuelto a poner de moda la maleta del emigrante español. Ha vuelto la vendimia francesa y el barrer la terraza de un bar en Berlín. Han vuelto a no dejarnos decidir. Han vuelto a separar a España en fronteras, idiomas y banderas. Y de nuevo, han vuelto a echarme la culpa de todo. Ha vuelto Pujol, Aguirre, González. Han vuelto a implantar el miedo. Ha vuelto a ser un lujo la sanidad y ha vuelto a ser una doctrina la educación.
Ha pasado, qué no sé lo que pasará con el futuro de mis hijos.

Y hoy, a plena luz del día, entre micrófonos y noticiarios locales, autonómicos y estatales, estos mismos personajes que han conjugado el verbo “hacer” a su antojo durante los últimos cuarenta años. Me han llamado a mí….

                 RADICAL.






   

martes, 5 de agosto de 2014

Si, vengo a contarte un cuento. Para que descanses.

Buenas noches vecinas y vecinos.

Estoy aquí sentado en mi balcón, bajo una noche sin estrellas, mirando un trozo de luna añil que se asoma desde allí arriba, que parece un gajo de mandarina con diez días fuera del frigorífico, cuando de repente, me mira, y solloza.
Las lágrimas de la luna son esas estrellas fugaces que no paramos de atosigarlas con tantos deseos.
Pobre luna, que lloras por Gaza, bueno, Gaza no sabe bien lo que es. Pero si sabe perfectamente lo que son niños y madres, y llora por sus muertes trágicas. Y se asusta de los hombres, capaces de lo peor. Llora por la cantidad de bombas que rajan cada noche el cielo de Palestina.
Intento animarla, le advierto que no tenemos solución, que poco a poco estamos apocados a destruirnos por las excusas más estúpidas y banales que existen. Que esa es nuestra historia en esta tierra.
Me susurra al oído que ya no le quedan lágrimas. Efectivamente, cada vez se ven menos estrellas fugaces.
Me la traigo a mi regazo, y le hablo de la esperanza, del Arte, de la Cultura, le intento sacar una sonrisa con la literatura.
Le leo mis relatos, aquellos cuentos que publiqué con tanto amor. Empecé por este primero que tanto disfrute de el hace ocho años......

Parece que la luna ya llora menos, al oírlos, se le dibuja una mueca de sonrisa en su media cara añil.

Espero, vecinos y vecinas, que estas letras valgan para alejaros al menos cinco minutos de esta realidad de bombas, corruptos, embusteros e hipocresía.


                                                                      
                                    LA REINA DE LOS MARES


            Hoy el sol revienta de luz en la bahía de San Fernando. Hoy el azul del cielo se viste de oro para alumbrar un pedacito de alma gaditana. Hoy zarpa a una mar ansiosa, El Juan Sebastián Elcano. Hoy, por fin, nuestro amigo Arturo se hace marinero.

            Todo es radiante, todo es azul y sol en Cádiz entero, todo luce. Todo, menos en el segundo izquierda de la calle Armador.

            Allí, en el dormitorio de papá y mamá la oscuridad se quiebra en un rincón. Del techo, una pobre y amarillenta luz cubre la figura del progenitor.
Este, firme, erguido, regio, como si fuera un cactus de plástico, se viste de gala frente a un espejo alto, colocado en ese lugar a propósito para esta ceremonia.
Ya lleva casi una hora, estira y gira el cuello para ajustarse el nudo de la corbata, ahí, justo bajo la nuez, apretando hasta que casi siente el ahogo, si, esa es la medida. Aploma los hombros y la chaqueta, esta se asienta en su cuerpo orgullosa y soberbia. La casaca es cruzada, ideal para lucir un par de hileras de botones latonados, perfectamente verticales, perfectamente paralelos. Engarza cada broche en su ojal y cuando ha terminado, con un sutil paño de lino, frota con fuerza cada botón, si, con mucha fuerza, hasta que estos parecen las lágrimas del mismo sol, esa es la medida. Suspira cuando fija el sable en la trabilla del cinturón en el lateral derecho de su pantalón azul marino, meticulosamente perpendicular y alineado a su pierna.
Mira con fijeza al espejo, recoloca las condecoraciones e insignias con aire marcial, aprovecha, respira hondo y retiene el aire en sus pulmones, hoy puede sentirse pleno de orgullo, hoy sin duda es el día más honorable y honroso de toda su vida.
Ya sí, ya va quedando menos, ya casi ha terminado. De reojo mira la mesita, un par de guantes blancos como la cal recién hecha y, una gorra blanca de plato, con la frontal más negra y más brillante que jamás se halla visto en otras gorras de uniformes de gala.
El Sr. Soler vuelve ha retorcer el cuello, quiere que todo ajuste perfectamente. Quién le iba ha decir a él que después de tantas penurias pasadas, hoy embarcaría su primogénito en nada más y nada menos que el buque insignia de La Real Armada Española.
Los guantes, colocados dedo a dedo, perfectos, igual que en su primera comunión.
Mira fijamente al espejo con la barbilla apuntando hacia arriba, siempre hacia arriba, si, hasta que duela la nuca, esa es la medida, y recuerda sus años en la armada. Al nudo de la garganta se le une el nudo de la emoción, tiene que toser porque si no se ahoga de verdad.

Al Sr. Ramón Soler Trujillo sargento de primera de La Armada Española, retirado con honores después de treinta y siete años de servicio, estando en la reserva justamente en San Fernando, destino de sus últimos veinticinco años. Ni nada, ni nadie, le pueden arrebatar este idílico momento para él.
Cuando recoge la gorra chata oye llantos que proceden de la habitación de al lado, pero ni se inmuta, está en trance. En un gesto mecánico se acomoda y afirma las joyas reales de la entrepierna, junta sus talones de charol, del charol más brillante que jamás se halla visto en un par de zapatos de gala y, al grito efusivo de ¡¡Viva España, Viva La Armada!! Da por concluida la ceremonia de la vestimenta.

            Pero en la habitación de al lado los llantos son cada vez más contundentes.

            La estancia es clara y limpia. De tonos lilas suaves en las paredes, se parece a la habitación donde duermen los bebes en una guardería. Hay una colección de peluches perfectamente alineados por estaturas en las estanterías. Del techo cuelgan finos hilachos de color plata, en verano, por la noche, el aire marinero se cuela por la ventana abierta y mueve los hilos, parecen que las estrellas bailen un vals en el techo de la habitación de Arturo.
En la cama, en un rincón, acurrucado, llora y gime el pobre Arturito, sobre la colcha de croché que hizo en un curso en la asociación del barrio cuando tenía dieciséis años, por cierto, fue elegida como la mejor prenda confeccionada por los alumnos de ese año. Arturo llora desconsolado. Muerde un pañuelo de seda con sus iniciales, pero nada le consuela. Mamá con una mano acaricia la pierna de Arturo y con la otra estruja un clinex con fuerza, lo arruga y lo aprieta, pero no alivia el sopor de su hijo. Arturo cada vez se hace más pequeño en su colcha, se abraza las piernas y hunde su cabeza entre las rodillas, ojala pudiera desaparecer.

            -Arturo, querido, tienes que vestirte ya   –  le dice su madre, sin poder mirarle a la cara,         con un hueco en su voz.

            - Mamá, ¿cadete del cano?, si tengo treinta y dos años  –  más llora el futuro marinero.           Del llanto ha pasado al berrinche, ya no se puede parar, ya no se puede contener.

Arturo Soler Sigüenza esa mañana embarca en el Juan Sebastián Elcano. Siempre quiso ser ayudante de vestuario en el cine. Soñaba con vestir a los protagonistas de una peli de época. Todas sus amigas, los sábados por la tarde, iban con sus mejores ropas para que él las vistiera. Arturo Soler, o como a él le gustaba oír de su mamá, “mi rey Arturo”. En su dormitorio tenía todos los animales de la jungla en peluche y una cenefa de margaritas amarillas que él mismo pintó con acuarelas. Le encantaba oír por la noche de voz de su madre el cuento de la sirenita. Ahora se viste de marinero, frente al espejo que tiene detrás de la puerta, cuando se coloca la horrorosa baberola azulona con bordes bancos, no puede evitar el tormento. Da un salto y se arrodilla junto a su madre que está sentada en la silla con la cabeza gacha, la abraza por la cintura, coloca su cabeza en el regazo de mamá, ella comprueba lo largo que tiene el pelo, se acuerda de que se lo van a dejar cortito cortito y sabe lo mal que lo va ha pasar su retoño. Menudo drama en la habitación malva.

            -Niño, date prisa, el taxi llegará en breve. -  Dijo tajante desde la puerta el sargento de           primera.

Tarda al menos mil horas en levantarse y llegar hasta la cómoda, allí tiene su bandejita de las cremas. Se aplica contorno de ojos delicadamente, lleva unos días que no puede con la piel de su cara, tanto llorar, tanta sequedad, tanto salitre, ojala estuviera en Madrid, o en Badajoz, da igual, donde sea pero que no tenga mar, donde sea que no exista esa sal que se le pega a su cuerpo, cualquier sitio de adentro (excepto Barcelona, no sabe por qué, pero siempre quiso conocerla). La lengua le advierte que los labios están peor que la piel de su cara, se fija en el espejito circular que hay al lado de la bandejita, puesto ahí para esos quehaceres. Se embadurna con carmín de sabor a melocotón, alivia un tanto unos labios cuarteados, pero el maldito espejito le devuelve de nuevo la horrible baberola que lleva sobre el cuello, ya no puede llorar más,  ya no tiene lágrimas. La falta de lágrimas lo soluciona con unos gritos bastantes sonoros que intenta ahogar abrazándose al cuerpo de su madre. La blusa de esta, que compró para ese día, tendrá que esperar otra ceremonia, a la madre acaba de pasarle por los pechos una cara llena de pucheros, de lágrimas como chuzos de punta y un kilo de crema facial. Comprueba el manchorrón en la blusa recién comprada y, otra vez le agarra la cabeza al llorón de Arturo esta vez ya un tanto exasperada, pero de nuevo el tacto de sus dedos en los sedosos rizos del futuro cadete la calman un poco, más drama para la habitación lila.

            En la calle suenan repliquen furiosos del claxon más impertinente que jamás se halla escuchado en todos los coches del mundo.

            - Arturo, el petate, el taxi ha llegado. -  Dijo otra vez tajante papá desde la puerta del dormitorio malva salvaje (que es su color real).

            Arturito arrastra el petate por el pasillo camino a la calle, con la mirada siempre hacía el suelo, sorbiendo por las narices un par de mocos eternos. Delante suya, el sargento de primera desfila como si fuera a reconquistar Granada, ni tan siquiera dobla las rodillas para andar. Detrás, mamá, enseña la faja color carne que lleva adosada a su cintura desde no sabe cuando, mientras intenta colocarse aprisa y corriendo la otra blusa que tiene, si, la blusa negra, la de siempre, la que compró hace seis años para el bautizo del hijo de su sobrina, esa que no se quería poner hoy para tan emotivo evento, ella que quería despedir a su hijo con sus mejores galas. Otra vez será, piensa para sus adentros mamá mientras le echa un último vistazo a la tan conocida blusa negra que lleva puesta, otra vez.

            Ya están los tres en el taxi, papá como no, sentado delante, junto al chofer. El taxista atónito no deja de mirar por el espejo retrovisor a un marinerito bastante añejo agarrado a una mujer con una blusa negra, este llora hasta por las orejas. El sargento de primera retuerce otra vez el cuello, el aire no le pasa y la garganta le carraspea, ya no lo soporta.

            - Arturo hijo, este es el día más feliz de tu vida, recuerda que tu abuelo y yo hubiéramos dado lo que fuera por tener la oportunidad que tú tienes, aprovéchala y hazte un hombre de bien y  sobre todo, recuerda el apellido que tienes. Y ponte la gorra de una vez.  -   Al final de hablar soltó un “cojones”, que hasta el taxista fijo su mirada al frente sin pestañear.

El pobre marinero se abrazó de nuevo a  mamá, lloraba y lloraba, como si en vez de embarcar en el buque escuela fuera a un hospicio o a un internado de esos oscuros y malos. Mamá ya casi se lo quitaba de encima, sabía que le iba a manchar la blusa nueva, bueno la blusa de siempre, pero que hoy era la nueva otra vez. Y en el puerto seguro que se encontraría con las mujeres de otros oficiales y tenía que estar presentable, más que nada por el qué dirán, qué por todos es sabido que las mujeres de los oficiales retirados son bastantes criticonas cuando se juntan para algún evento.

Arturo se despide de su padre con un fuerte apretón de mano, no es capaz ni de mirarle a los ojos, no es capaz ni de respirar, un simple, “adiós papá”, es suficiente. A mamá se le va a tirar al cuello y abrazarla, pero esta en un gesto rápido, le limpia los moquitos que le cuelgan de la nariz enrojecida con un clinex que le aparece por arte de magia del puño de la blusa. Arturito agradece el gesto y marcha camino al barco con el petate y animo a la rastra.
Allí va el pobre Arturo, allí van años y años tirados por la borda de corte y confección, allí va el lucero más candente de la calle Armador. La mayoría de los cadetes embarcan jubilosos y dichosos, todos los marineros tienen un nudo en el estomago por la emoción de ese viaje, de ese glorioso día. Todos, todos menos uno.

Arturo desde el centro de la nave y agarrado al mástil de la vela mayor, blande un pañuelo enorme, (de donde demonios había sacado semejante horror), parecía una sábana de cuna, como si fuera una bandera, del naranja más dañino y asesino que los ojos pudieran ver en ese día tan limpio y luminoso. Todos sus compañeros de azul marino y la goleta, blanca, nacarada, como el mármol pulido. Y allí, en medio, un trapo violento de color butano, moviéndose, agitándose como si estuviera poseído por Satanás, acompañado de los gritos de despedida más desesperantes e hilarantes que jamás se hubiesen escuchado.
Buena presentación Arturito para tus camaradas de viaje, buen bochorno para tus padres, ellos que han hecho un enorme sacrificio para criarte, no se merecen esto hombre y sobre todo como puedes hacérselo a tu mamá, ella, que te trajo al mundo después de tres días de parto, ella, que pasó tres días con dolores, ella, que engordó veintidós kilos en nueve meses y nunca pudo quítaselos de encima, los esconde como puede tras una faja de color carne, como puedes ofrecerle semejante escena, no ves que están mirando las esposas de los otros oficiales retirados y de todos es conocido lo criticonas que son.

            Papá, mamá, visto lo visto, giraron sobre sus talones, no dijeron nada, no conocían a aquella “loca” agarrado a un mástil y moviendo un trapo naranja, simplemente el matrimonio enfiló camino de la zona de los taxis como si aquellas salvajes despedidas no fueran con ellos. Pero mamá ando diez pasos y no pudo reprimir su emoción, giró y con un gesto simple de su brazo, como si saludara a un indio síux, se despidió de su Rey Arturo. Maldición, de reojo comprobó como una de las mujeres, sí del corrillo de las mujeres de oficiales retirados, se daba cuenta de su acción. Seguro que sería la comidilla de Cádiz por lo menos durante tres o cuatro meses. Bendito Arturito, adiós con viento fresco, pensó mamá.

            Ramón Soler Trujillo, sargento de primera De La Real Armada Española, (retirado). Camina triunfante hacía su casa, henchido de orgullo, por fin su sueño se ha hecho realidad.
A cada paso que da, una leve molestia le acomete en la entrepierna. Extrañado se estira y endereza el pantalón por el interior de las nalgas, la molestia se está convirtiendo en inquietud e incluso en malestar, se toca y retoca las ingles y estira el pernil del pantalón a la altura de la bragueta, como si un ratón le royera los calzoncillos. Sofía (la madre), que siempre camina tres pasos por detrás del sargento de primera y siempre va henchida y más aún tras el parto de su rey, se extraña al ver a su consorte andar como un pato zopo y frunce el ceño, achina sus ojos y arrugas sus labios, pensativa, obtusa, ¿por qué su marido no para de tocarse las joyas de la corona?

            -Ramón, criatura, ¿qué te pasa, por qué andas así?  –   preguntó la esposa, un tanto sofocada y con un resuello en su voz por la falta de aire, agitada por andar más aprisa  hasta ponerse a la  altura de él y ver lo que le ocurría.

            -Pues nada mujer, ¿qué me va pasar?, seguro que has planchado mal el interior del pantalón y me roza. – Le contesto sin mirarle a la cara.

            Pero el sargento de primera se dio cuenta de lo que sucedía y para sus adentros se dijo:   - “La última vez que me pongo estas braguitas de encaje bajo estos pantalones de algodón. Me están haciendo rozaduras. Maldita licra.”




                                                                   
                                                                          
                      








    



  

miércoles, 23 de julio de 2014

YO TUVE LA CULPA...

Me cuesta horrores salir de casa y disfrutar con la familia.
No por ganas, pues bien sabéis que a mí nunca me faltan, y menos si es con mis hijos, y más si procuro que esa excursión se transforme en aventura, mejor aún. Pero la cuestión es la de casi todos y la de casi siempre en estos momentos que vivimos: EL DICHOSO DINERO y lo que vive alrededor de el.

Llevo navegando por las carreteras de España más de un millón y medio de kilómetros. Mi vida laboral anterior estuvo relacionada con la representación y el comercio, y la red comarcal y estatal de carreteras del estado español era mi oficina. Primero a nivel estatal, autonómico y finalmente provincial.
Muchos son los kilómetros que tienen mis retinas, muchas son las horas de calle y carretera las que llevo en los bolsillos de mis pantalones. Disfruto mucho con el viaje.
Siempre he dicho que mi profesión frustrada es la de “cuentista en viajes de moto”, pero la vida, ya la conocemos, es puñetera y casi siempre nos lleva por otros derroteros. Esto no quita que haya, -y sigo-, disfrutado de cada kilómetro que me echo por delante. Me encanta, me apasiona el viajar. Vivo como nadie el viaje, el paisaje, el momento, la música que me acompaña.
Qué viajaba o viajo sólo, me empapo de ese instante, yo, el coche, la soledad, la banda sonora. Ese era mi momento. Cuando voy o iba acompañado, intentaba transmitir ese buen rollismo que me difería el viaje en sí a los que allí estábamos.
Ahora es otro tiempo, otro momento de la vida en mi vida, mis viajes suelen ser con mi familia. Mi mujer, mis hijos. Y como buen anfitrión de carretera y viajes, procuro enseñar a mis hijos las bondades del viaje en sí. Por desgracia, o afortunadamente, yo no tengo Dvd`s portátiles, ni tablets con sonido sond round, o mujeres con castañuelas que entretengan a mis hijos en el rato que dura el viaje. Yo, como soy tan tonto e iluso, creo que los demás van a disfrutar al igual que yo ese momento intimo que la familia vivimos mientras vamos de viaje. Para lo bueno y para lo malo, pues todos sabemos que el monte no está plagado de orégano, y horas en coche más niños pequeños, el resultado nunca es muy encantador. Pero siempre sacamos la imaginación y procuramos llevar la carretera y el viaje a buen puerto.
He procurado enseñarles mis vivencias y sapiencia del sitio por donde pasábamos. He parado si era menester para enseñarles algo en concreto que a mí en su día me hizo ilusión y mostrárselo. He advertido el próximo paisaje que se no venían encima. He intentado enseñarles geografía básica para situarlos en el mundo. Bueno en España, bueno en Andalucía, bueno vale en la provincia de Jaén….
Siempre intento transmitirles que lo mejor del viaje no es el destino final, sino el viaje en sí, ese momento único e intimo que estamos viviendo en ese preciso momento.



Bajábamos ya de regreso al principio de este mes de julio desde Valencia a Jaén. Pasamos unos días en tierras valencianas y la experiencia fue muy agradable y veníamos contentos de recordar lo buenos momentos en esos días vacacionales. El viaje ameno, cantando a viva voz canciones de Adele, Coque Malla, AC-DC. Subiendo el impresionante viaducto de Buñol, admirando de lejos el magnífico circuito de Cheste, las impresionantes vistas del Embalse de Contreras….LA MANCHA.
Será por mi devoción a las hazañas y aventuras de D. Alonso de Quijano por aquellas tierras, será que la he cruzado en todas las horas del día en todas las estaciones del año, será que he transitado tanto por esas carreteras manchegas que le tengo una estima especial…..pero.
 A La Mancha la han cortado a machete, con una autovía que viene desde tierras extremeñas hasta enlazar con la autovía de Madrid-Valencia.
Decenas de pueblos manchegos se han quedado huérfanos de los habitantes del alquitrán. Nosotros alimentábamos sus ventas, sus bares, sus municipios, mientras nos alimentábamos nosotros de su gastronomía. Transitábamos por pueblos míticos y mágicos. Nos ensoñábamos con la visitas a esas viejas atalayas o ruinas que a lo lejos divisábamos y que siempre emplazábamos la excursión para otra ocasión, en otro momento donde el tiempo no nos apremiara. Y cuando hacíamos oídos sordos al segundero del reloj y a la cuarta vez que pasabas junto aquel viejo castillo en ruinas que nos guiñaba un ojo a lo lejos, girábamos el volante en su busca. Siempre salíamos sonriendo de aquella experiencia, acusándonos de no haber hecho esa excursión antes.
Ahora no, ahora cruzas el paramo manchego en un golpe de aire acondicionado y a mil por hora.
Un paisaje yermo en el mes de julio con el cereal recién cortado, cuatro olivos desperdigados con sus ramas alborotadas por las constantes ráfagas de viento. No, la autovía de la Macha no emociona. Dos rectas infinitas que hacen olvidar Villarobledo, Sisante, San Clemente, Iniesta, Granja de Iniesta, Manzanares, Almagro, Ruidera….
Las infraestructuras terrestres no unen pueblos, para nada, esta nueva red de carreteras, red ferroviaria, aeropuertos sin sentido están aniquilando la razón de ser de muchas poblaciones. Cuanta más velocidad alcanza el AVE, antes se extingue un pequeño pueblo agotado de tanto padecer durante años. Las infraestructuras terrestres están haciendo más ricos a los que más tienen, pero esa canción ya me lo conozco.
En ese viaje de regreso, cruzando la Mancha al son de Joaquín Sabina, divisé a lo lejos y a la margen derecha, una pequeña flota de camiones, coronada la imagen con el logotipo de una marca de gasolina importante, una “CEPSA” para ser más explicito. Tumulto de camiones más gasolinera, topicazo del viajante curtido, - ese debe de ser un buen lugar donde saciar el gaznate, repostar y estirar las piernas, pensé -.

Por mi acción o acciones en ese momento, fui el responsable de que cuatro personas al menos estén aún en las interminables listas del paro.
Me reposté el vehículo hasta arriba de gasoil con mis manos, no sin antes haber acatado religiosamente las normas que un señor me dictaba a través de un cristal antibalas mientras me miraba de arriba abajo como si yo fuera de Al-caeda y hubiese ido allí para inmolarme en la única gasolinera de la Mancha.
Cómo la estación de servicio estaba con bastantes usuarios y un solo pez en una pecera antibalas, hice cola dos veces, una para dejar de fianza mi DNI, pues así se estipula en el artículo 1000 de las normas de  ese establecimiento: “Si el importe no es exacto el cliente dejará su documentación personal en fianza mientras reposta el vehículo”. Y otra vez hice cola, para esta vez sí, pagar el importe del llenado del depósito y recuperar  así mi identidad que estaban en manos de un desconocido dentro de una pecera.
Decidimos alimentar el estomago en el restaurante de este único establecimiento a decenas de kilómetros.
No sé cómo ni por qué, pero otra vez de nuevo estaba en una cola esperando. Yo, pagué los alimentos media hora antes mientras los pedía a una señorita que ni tan siquiera me miró a los ojos pues tenía los suyos en el ordenador donde de forma robotorizada anotaba mi comanda numérica. Habilité, limpié y acondicioné una mesa para mi familia. Mi mujer al sonido de nuestro pedido por el circuito sonoro del local, se apresuró a recepcionar toda la comanda que media hora antes le había relatado en forma de números a esta gentil señorita que nunca sabré los ojos que tiene. Al menos, el plástico, el papel, los sobrecitos, los cubiertos de usar y tirar eran de primera calidad, de esos que no se destruyen en miles de años. La comida se fabricó el mes pasado y en ese momento le dieron un calentón, o más bien cómo mucho, una irritación. Las patatas bravas no embistieron en su vida, eran patatas cabestros. El flamenquín se quedó de pie, altivo, gallardo, ningún cuchillo le pudo hacer ninguna muesca, qué carácter. El melón de la tierra fue el mejor pepino que me haya comido jamás. Y el café exprés, fueron dos lágrimas del único camarero que estaba en una barra atiborrada de montañas de plásticos y embases al que solo se le oía renegar.

Si queridos vecinos, que bien nos han vendido la moto. No solo le hago el trabajo al dueño de “CEPSA”, que seguramente esté en este momento disfrutando de un flamenquín tierno y delicioso, que encima por contratar a una sola persona para hacer el trabajo de cuatro y al precio de medio jornal, me dice y acusa a mí, que yo tengo la culpa de todo: que he vivido por encima de mis posibilidades, que no aportamos al movimiento del comercio, que soy el responsable del efecto invernadero y el calentamiento de la tierra, que no reciclo, que no fomento la cultura tradicional de nuestros pueblos. Si hombre sí, soy culpable por esta vez de hacerte el trabajo de tres o cuatro trabajadores que tendrías que haber contratado. Si hombre si, soy culpable de hacerte más rico aún si cabe, pero una y no más por mi parte, ya no me pillas en otra amigo.

Lo tengo claro, yo, la próxima vez ni entro en las autovías, ni en las autopistas. Tardaré más en llegar, seguro, y qué, el mar lleva miles de años ahí, el tiempo no pasa por la encina o el olmo en la sierra. Yo soy el que le busca más minutos al reloj.

Pues no, he aprendido la lección, voy a procurar enséñales a mis hijos el placer de viajar. 

Buenas madrugadas....

domingo, 22 de junio de 2014

MI PRIMERA VEZ

Buenas noches vecinos y vecinas.

Ya empiezo a animarme.
Estoy en un proceso de búsqueda incasable de musas e inspiración. Prometo retomar  - si puedo -  mi escritura de nuevo. Leo y releo, clásicos y contemporáneos, antiguas anotaciones de mi libreta de ideas. Leo viejos proyectos y nuevos que dejé en el cajón de "pendientes de revisar".
Busco dragones otra vez.....

Aquí os dejo, sin duda, algo espectacular que me pasó en un momento muy delicado de mi vida.
Corría el otoño del 2009 cuando los encontré tras una puerta en una sala en la asociación de barrio de peñamefecit, aquí en Jaén.
Llamé, y tuvieron el valor de dejarme entrar.

Este es sin duda para mí uno de mis mejores cuentos, no por su calidad pues ya sabéis que simplemente me dedico a garabatear, pero hacer esto, fue una gran experiencia. Me dejaron participar en este libro que publicamos en el 2010, y si, desde entonces mi vida cogió la senda que debía.

Gracias Asociación LAPISLÁZULI literaria.


Esta fue mi primera vez.



LA SOMBRA QUE TENEMOS                                   wiwi.- 


El baile de unas lágrimas por mis mejillas me abrasa como si fueran cristales fundidos. Me separan doce pisos de altura de un asfalto negro y sucio. El frío de la madrugada me cuartea la cara y alma, pero me mantiene viva. Perdí la cuenta de las horas que llevo en la cornisa de esta terraza. Me gustaría saltar, me gustaría escapar muy lejos, pero algo dentro de mí ha cambiado.


Y será para toda vida…


El día comenzó al revés. El café fue oscuro y amargo como el polvo de la noche anterior. Víctor adelantó su marcha. A su portazo mudo le siguió su hipócrita y fiel sombra. Ni un beso, ni un hasta luego, ni un te quiero, solo un silencio cruel que ahogada en un pozo profundo los mejores sentimientos que tenía hacia mi marido.

Escupí su café y un hilo de sangre negra cortaba en dos el fregadero blanquecino, parecía que la luna se desangraba.

Llevaba cinco o seis meses que me resultaba lamentable acicalarme cada mañana frente al espejo. Ocultar arrugas y ojeras bajo kilos de maquillaje barato, minaba un animo que a estas alturas ya se arrastraba por los suelos. Despuntaba mis pestañas con el rimel más negro y más brillante que tenía, pero sin permiso, aparecían los llantos y emborronaban una cara cansada, una cara hastiada que cada mañana le preguntaba al espejito mágico, - “¿por qué?” -, pero nunca me contestaba.

Víctor estaba cambiando, por momentos el demonio de su juventud hacía acto de presencia. Insultos, amenazas, rabia, cólera, drogas. No sé por qué le deje llegar a esta situación. Bueno, creo que algo si que sé. Creo que en el amor existe una sombra, aunque pequeña y delgada, profunda y oscura. Allí vive el odio y el perdón, la traición y el arrepentimiento, la mentira y la verdad. Esta sombra la tenemos todos y acarreamos con ella como un penitente acarrea con su cruz. Eché la vista hacia un lado y cerré los ojos, ilusa, creí que las cosas se arreglarían solas.

Al airear las sabanas, el recuerdo del sexo de la noche anterior me revolvió el estomago, Víctor me hizo el amor como si no me conociera de nada, yo no pude. Sudando se desplomo sobre mi, resoplaba, como si estuviera obligado, como si fuera fingido, se olvidó de abrazarme, no quiso besarme. La cama olía a tabaco rancio, no puede reprimir la nauseas. Esa fue la primera mañana que empecé a vomitar.

Todos los días ansío por llegar a la oficina. Creo que como a muchas personas el trabajo nos sirve de evasión. Allí vivimos otra realidad, vivimos otra vida. Me siento otra mujer, por unas horas no existe Víctor, no existe la pena y hay momentos que la pasión se ilumina con lucecitas de colores. Esos momentos los protagoniza el chico de Recursos Humanos, Carlos, cuando me habla, parece como si me leyera un cuento de princesa. Cada mañana prueba a tirarme los tejos, me embriaga, suspiro a su espalda, junto mis nalgas y me retuerzo bajo la mesa de oficina, me vengo arriba, agradezco esos momentos, busco a diario esos instantes, hacen que me sienta de nuevo mujer.

Un zumbido impertinente me despierta de mi dulce sueño. El móvil con el nombre de Víctor se retuerce por la mesa, exhala una luz endemoniada como si estuviera viendo el flirteo con mi compañero. La cara de hastío que muestro al contestar el teléfono sirve de repelente de hombres, el trovador de Recursos Humanos desaparece envuelto en una hermosa neblina de cuentos de hadas. Víctor queda conmigo para desayunar, como siempre, todavía no son las diez de la mañana y ya no tiene ni para un café. Cuelga sin despedirse y dejándome con la palabra en la boca. Estoy harta, ya estoy muy cansada. Ya no quiero lloras más, ya no quiero escupir más, no, ya no quiero vomitar más.

Hoy, por la mañana, en el desayuno, acabaré con mi matrimonio.

En el bar, la cara de Víctor me resulta repugnante. Sorbe el café como si bebiera en un cuenco de sopa hirviendo, y se traga el cruasán sin masticarlo. Lo miro de arriba abajo, no, ya reconozco aquel hombre. Por más que intentaba agarrarme a algo bueno de él, no, ya no lo conocía. Busqué dentro de mis mejores recuerdos con él, pero su actitud apagó la luz de nuestra relación y encendió la del odio. Seguro, aquel no era Víctor.

- ¿Qué me miras, es que tengo monos en la cara? - Esputó colérico por su boca.

- Víctor, quiero el divorcio. – Le mascullé con voz trémula.

De inmediato me arrojó el cigarro a la cara, me agarró el pelo por la nuca y enfrentó mi cara a la suya. Sus labios casi tocan los míos. De nuevo el olor a tabaco rancio me produjo nauseas.

- ¿Qué diablos has dicho? - Me contestó excitado, salivando por una boca repleta de cruasán y con los ojos medio idos.

Muy sutil, como si fuera el abrazo de un enamorado para no levantar sospecha en el local, con la mano que agarraba mi melena por la nuca, la retorció y retorció como si fuera una culebra estrangulando a su presa hasta que me arranco algunos mechones, y con la otra, bajo la mesa, clavó su uñas en mi brazo como un gato cobarde.

De sus labios brotó el mismo infierno.

- Vas lista si crees que te voy a dejar escapar. Tú eres mía y de nadie más y antes de que me dejes te mato y te hago pedazos. No bromeo zorra. - Fueron las palabras más sinceras que jamás le hubiera escuchado.

Me mordió en los labios como un animal devora su comida, de lejos pareció la despedida de dos enamorados, pero de cerca la escena fue dantesca. No hice nada, no dije nada. En la puerta del Café se sacudió de la mano restos de mis cabellos y me miró con los ojos llenos de veneno.

Estática, petrificada, asustada. Un escalofrío recorrió mi espalda y se enroscó en la garganta, ahogó mis gritos, hasta secó mis lágrimas.

La camarera se percató de la escena, me regaló su mano tibia en mi hombro, me regaló calor y fuerza a través de sus latidos, me regaló esperanza por su piel, pero por su mirada me enseño la soledad. Me ofreció un vaso de agua, no dijo nada, no hizo falta.

Por primera vez en mi vida, me había sentenciado a muerte. Y estaba sola.
Encerrada en el servicio del trabajo no paraba de llorar. Ahogaba mis gritos hundiendo mi cara en una rebeca que pasó el invierno en el respaldo de la silla de mi oficina. No quería que nadie se enterara. Intenté ponerme en contacto con el 016, pero no pude. No sé por qué. O si lo sabía. A mi mente llegaban los reproches o las críticas que durante toda mi vida les hice a las mujeres que no denunciaban a sus maltratadores, yo sabía de lo qué hablaba, yo lo viví en mi casa de niña, pero ahora me daba cuenta de sus acciones. Locura, temor, resignación, no sé, ese lado oscuro del amor, esa maldita sombra que todos tenemos. El amor es caprichoso y traicionero, a veces el mismo cambia el guión y la película romántica pasa a ser una pesadilla de la que no despertamos nunca, el amor siempre juega con nosotros, de una manera u otra nos usa a su antojo.

El espejo del servicio me mostró la cara de la muerte, sus dientes estaban podridos y rotos, y los ojos, aquellos ojos, eran los de mi marido Víctor.

Al reloj de la cocina le faltaba poco para las seis de la tarde. La ansiedad y el miedo no me dejaban respirar, nerviosa, hice la maleta a prisa y corriendo. Por nada del mundo me quería encontrar con él. Cogí lo primero que vino a las manos, removí cajones y estantes como si estuviera robando en casa del vecino. Al menos tenía un sitio donde ir. Mi amiga Lucía se prestó a ayudarme sin ningún reparo, y sobre todo, sin ninguna pregunta.

Antes busqué ayuda a mi madre, pero la muy estúpida me terminó de hervir la sangre que a esas horas fluía como lava por mis venas. Quiso convencerme de que no era para tanto, de que ella si que aguantó los golpes y la mala vida que le dio mi padre. Nadie se enteró de aquello y, a nadie le fue con el cuento como estaba haciendo yo. Pasó su amargura sola, en una silla, en la cocina, hasta que murió, treinta y seis años padeciendo. Que de que me quejaba tanto, si Víctor es un buen muchacho, mil veces mejor que tu padre, con sus cosillas, pero como todos los hombres, es ley de vida. Decía sin reparo y convencida. Le tuve que colgar el teléfono. Estúpida, más que estúpida, amargada. Siempre la pagó conmigo y con mi hermana. Nos culpaba de su frustración, de su cobardía. Así se pudra en el infierno de los ignorantes, en el infierno de los cobardes, en el infierno de los que odian a todos, así se pudra junto a los huesos de mi padre, los dos fueron iguales.

Agarré la maleta con fuerza, cerré los ojos, respiré profundamente y me dispuse a abandonarlo todo, a comenzar una vida alejada de él.

No sentí nada cuando el puño de Víctor golpeó mi cara, me desplomé sobre el suelo del recibidor, luego, oscuridad y silencio.

Medio abrí un ojo, el otro era imposible, estaba cerrado a causa de la hinchazón. Con la lengua humedecí unos labios resecos y acartonados, saboreé sangre y carmín, las mejillas me ardían como la lumbre. Un dolor intenso dentro de mi cabeza impedía que asimilara lo que estaba ocurriendo. Pasaron algunos segundos. Unos empujones bajo el vientre zarandeaban todo mi cuerpo, no sabía lo que pasaba. Me extrañó la posición en la que estaba, y más aún lo primero que vi.

Una embestida salvaje en mi vagina terminó por despertarme.

Víctor me violaba sobre la mesa del salón, y yo miraba la lámpara del techo.

- Ya estás aquí bella durmiente. Llevo casi una hora dándote besitos para despertarte, por cierto, eres una desagradecida, tenemos visita y tú, ahí, durmiendo. - Me susurró al oído como si estuviera despertándome un domingo en la cama.

Víctor no cejaba en sus acometidas. Fijó con fuerza mis hombros en la mesa para que no me moviera. Me atrapó como un buitre agarra su carroña.

Como pude intente fajarme, como puede intente comprender.

La blusa hecha jirones, el sujetador subido hasta el cuello, a veces lo utilizaba de soga y, me apretaba y apretaba. Los vaqueros no estaban y las bragas me colgaban de un pie. Agarraba con fuerza el bolso que me pesaba una barbaridad, como si estuviera lleno de hormigón.

La cara de mi marido estaba desencajada. Bebía ginebra directamente de la botella, me babeaba el alcohol como si fuera un viejo borracho vencido por la locura. No paró de penetrarme un segundo, Víctor me violaba como si yo no fuera nadie para él, parecía su juguete en su juego más macabro.

Giré la cabeza, tras de mi, en el sofá, un hombre desnudo esnifaba cocaína en el cristal de la mesita. Víctor de nuevo se acercó hasta mis labios, me susurró como un enamorado.

- ¿A dónde ibas con las maletas, es que me dejas, no recuerdas lo que te dije esta mañana? Eres mía, y si no, de nadie. - Asustada, una lágrimas vacías saltaron suicidas hasta el suelo.

- No llores mi amor, que pensará de ti mi amigo. Por cierto ¿te acuerdas de Toni? Esta tarde quedamos para ir de copas, pero primero le he invitado a ir de putas. - Me hablaba a la vez que me lamía los labios y la cara como si fuera un perro sarnoso.

No sé de donde saqué los tres gramos de fuerza para escupirle a los ojos, pero lo hice, su cara de susto dibujo una leve sonrisa en mi rostro. Él me devolvió el envite partiéndome la cara de nuevo con una bofetada a mano abierta. Un diente se desparramó por la mesa junto a un cuajo de sangre caliente, la boca y los labios dolían horrores a cada latido de mi corazón.

Víctor invitó a su viejo amigo a seguir con su labor. Este arremetía como un animal enloquecido. Noté como algo dentro de mí se rajaba. Busqué como pude a mi marido y desde lo más profundo de mi alma le supliqué que parara.

- ¿Por qué me haces esto? – Fueron las únicas palabras que pude sacar de una garganta rota y casi asfixiada.

La impotencia llegó a límite, me dejé llevar vencida. El amigo de Víctor le hizo una señal, un gesto para que se aproximara junto a él. Entre mofa, insultos y alcohol, los dos eyacularon a la vez sobre mi cuerpo, un cuerpo ya derrotado y ensangrentado.

Gracias a Dios perdí el conocimiento, ese desmayo sin duda fue lo mejor que me pasó en ese día.
 
…- Señora Sáez, hace un instante ha declarado que tanto su marido como el amigo de éste habían consumido gran cantidad de alcohol y drogas. En algún momento pensó que esa forma de actuar por parte de ellos fue causada por la ingesta de estas sustancias.

- Señoría, Víctor llevaba un tiempo perdido, ofuscado, muy cabreado. Repetía constantemente que estaba harto, que lo estaban engañando, que lo iban a despedir del trabajo, que esta crisis, que los pagos, que, que, que. Que no sabía que excusa poner. Nada lo calmaba, por nada se contenía, al contrario, si pasaba más tiempo de lo normal en casa, aparecían los nervios y algo acababa roto. Una tarde, agarró con fuerza el marco con la foto de nuestra boda y en un gesto de rabia, se mordió el labio hasta que le sangró, cuando se percató que sus lágrimas se mezclaban con las gotas de sangre en el cristal del retrato, lo hizo añicos contra la pared. Salió de la casa a prisa y corriendo, sin dar ninguna explicación, solo un portazo, como hacía siempre. Esa tarde fue a la taberna de su antiguo barrio, Toni, su amigo de cuando era joven, estaba allí, siempre estuvo allí, como si lo estuviera esperando.

De nuevo encendieron el fuego de su juventud, lo mandaron todo a la mierda, como hicieron de jóvenes. Pero ya no eran críos y, ya no era un juego de adolescente. Eran hombres adultos cabreados con todo y con todos, dos personas que, no sé por qué, querían ver arder el mundo.

- Entonces señora Sáez, ¿por qué tomó la decisión de volver a su piso? ¿Por qué no pidió ayuda a la policía? Parece que sabía lo que iba a suceder.

- No señor juez, ese día empezó mal y terminó peor. Cuando desperté del desmayo, medio desnuda y ensangrentada, vi que Víctor dormía sobre la cama y su amigo no estaba. Me puse lo primero que encontré, salí de aquel horror. Angustiada, en la escalera quise gritar, quise pedir auxilio, pero el miedo ahogó mi garganta, por nada del mundo quería despertarlo. Tiritaba, convulsionaba, los fríos del terror recorrían todo mi cuerpo. Respire hondo y cerré los ojos, quería pensar. Extrañada comprobé que mi mano agarraba con fuerza el bolso, era raro, no lo solté en toda la tarde, como si en el estuviera mi salvación. La mano dolía de tanto apretar, del bolso saqué un llavero atiborrado, por casualidad tenía la llave de la terraza del edificio. Ese sería un buen sitio para esconderme durante un rato, ese sería un buen sitio para encontrar alguna respuesta lógica a aquel trágico suceso. Nadie, y sobretodo él me buscaría en ese lugar.

Serían las once de la noche cuando me senté en la cornisa de la azotea. El móvil comenzó a sonar cruelmente, era Víctor, una y otra vez, las llamadas de mi marido sonaban como los chillidos de las hienas cuando acorralan a su víctima. Miré el móvil con ojos rabiosos y lo desconecté, me dio ganas de estamparlo contra la acera de la calle, si aquel maldito aparato hubiese respirado lo hubiera estrangulado.

El trajín de coches, de luces, de personas minúsculas que pululaban doce pisos más abajo me distrajeron un poco, mis recuerdos abandonaban a ratos el salón de mi casa. El frío de las cinco de la madrugada se asoció fielmente al plan que mi marido había trazado para mí ese día, ya calaba mis huesos, tuve que abandonar mi refugio.

Lo sucedido aquella tarde en mi casa me superó, conecté de nuevo el teléfono y me dispuse a llamar a la policía, pero saltó el buzón de voz. “Tiene seis mensajes nuevos y quince llamadas perdidas”, todas de él, todas de mí querido marido, todas, del hombre que esa tarde me violó. Se me paró el corazón al oír sus primeras palabras en el contestador.

- Lo siento cariño, soy un desgraciado. No sé lo que me pasó por la cabeza, te he hecho daño. Sabes que te quiero, vamos ha hablarlo, déjame explicártelo, por favor mi amor, sin ti no soy nada, no soy nadie. Te quiero y tú me quieres, deja que te demuestre que ha sido un error, vuelve. Tú sabes que no soy así, han sido las drogas, ha sido este Toni, me enciende, me provoca. Sabes que sería incapaz de hacerte daño, eres lo que más quiero en el mundo y yo sé que me quieres. Te juro que acabaré con esto de una maldita vez, me cortaré las venas, me ahorcaré, no sé, me tragaré la puta lejía si no me perdonas. Vuelve mi amor o acabaré con esta mierda de vida que tengo.

Otra vez vomité, otra vez el miedo comenzó a subirme por las piernas magulladas, miré el teléfono y con unos dedos temblorosos marqué el 112. Como puede le expliqué lo sucedido, me aconsejaron que no regresara al piso por nada del mundo, al menos hasta que no llegara la policía.

De puntillas pasé por la puerta de mi casa y en un gesto inexplicable arrimé el oído a la puerta. No se oía nada, un silencio cruel y atronador, como si en ese salón esa tarde no se hubiesen abierto de par en par las puertas del infierno.

O Víctor no estaba, o había cumplido su juramento.

  • Señoría quise comprobar que ese mal-nacido se había quitado la vida.
Al coger de nuevo el llavero toqué la prueba de embarazo que compré esa mañana, no era el momento, pero seguro que esa era la causa por la que agarraba con tanta fuerza el bolso. Entré en mi casa como si fuera un ladrón, ni siquiera respiraba. Mi marido se desparramaba desnudo en el sofá, sin moverse. El brazo y la pierna colgaban hasta el suelo, no se movía. En el suelo, junto a su mano inerte, un vaso vacío y en la mesita, resto de cocaína y un frasco de pastillas también vacío. No respiraba, me paré un rato y vi que su pecho no se hinchaba, por fin no se movía. Suspiré aliviada y extrañada, por una vez en la vida aquel trozo de carne había cumplido su palabra.

Ya en la cocina un vaso de agua me consolaba una garganta áspera y reseca de tanto tragar inmundicias ese día, a la vez marcaba el 091 en el teléfono.

El brazo de Víctor me agarró con fuerza por la cintura, él estaba a mi espalda, con el otro brazo me sujetó con violencia a la altura de mis pechos, incluso apretó un seno hasta que noto mi aliento de dolor, me atrapó por la espalda como un miserable y me susurró otra vez al oído como si fuera un marido enamorado.

  • Sabía que volverías. Eres mía y de nadie más, y tú lo sabes. ¿Por qué no me quieres como yo te quiero a ti? Tu tienes la culpa de lo que te ha pasado, te lo dije esta mañana, eres mía, y si no, te mato.
Su mano soltó mi seno pero apretó mis labios, me restregó fuertemente los dedos por la boca y la cara como si tuviera que olérselos. Cerré los ojos e intente respirar profundamente, otra vez me había cogido a traición, otra vez el amor de mi vida me sentenciaba a muerte al oído. Dejé el teléfono en la encimera, la voz del agente de policía se oía de fondo. Tenía los ojos cerrados, siempre cerrados, no quería volver a verle la cara al miedo y al dolor. Él me abrazaba con fuerza, incluso intentaba besarme el cuello.

Cogí el cuchillo grande de la carne. Se lo clavé horrorizada por la barriga y, se lo saqué aliviada y por la garganta.

Cuando abrí los ojos, Víctor terminó de mover las piernas tirado sobre un charco de sangre en la cocina de nuestro hogar, sus ojos por fin estaban vacíos.

- Señora Sáez, de aquel día rocambolesco han pasado ya casi cinco meses, ¿qué piensa de lo sucedido?, ¿cómo se siente ahora?

- Señor Juez, mi cabeza bulle como una olla a presión, voy y vengo a aquella tarde constantemente. Cuando cierro los ojos me despierto en mi casa, sobre la mesa del salón, veo como la lámpara se descuelga del techo como si fueran serpientes rabiosas, no aguanto más de dos horas dormida por la noche. Paso largos ratos en las duchas de mi corredor durante el día, me alivia sumergir por completo la cabeza en el lavabo repleto de agua, allí adentro no se oye nada, no se ve nada, no pienso en nada, allí adentro estoy protegida, Toni sigue en la calle, escondido como un mal bicho, esperando a que salga de aquí para terminar lo que empezó con Víctor. Hay momentos que me gustaría mandarlo todo a la mierda y acabar con esto de una vez, pero no puedo, no sería justo.

Señoría es tremendamente fácil hacerle daño a la persona que quieres. El amor y el odio caminan juntos amarrados por la cintura, unidos por un finísimo cordel que se puede hacer mil jirones con un simple mal gesto o con una mala sensación, pero lo que pasó aquella tarde no fue un error, no fue un mal entendido, no fue una coincidencia trágica, aquella tarde era mi vida o la suya.

Dicen que tenemos lo que nos merecemos, dicen que nosotros solos labramos nuestro destino y dicen que casi siempre recogemos tempestades. Señor Juez mi único error fue querer a un hombre, mi único delito en la vida fue entregarle mi amor a otra persona.

Señoría espero que desde su posición me explique el por qué de esta injusticia, de este descalabro, por qué yo realmente no lo sé.

Aunque si sé una cosa, una cosa que me roe las entrañas y me asfixia poco a poco, una cosa aún más cruel que lo sucedido aquella tarde en mi casa. Tengo un nudo en el corazón, señoría como le explico al hijo que llevo dentro que yo maté al hombre que más he querido en toda mi vida.

Como le explico a mi hijo que yo maté a su padre.
 
 
 
 
 
Besos y abrazos vecinas y vecinos,
         
                    ..........y perdón por las faltas de ortografía, esto es un borrador ......















lunes, 16 de junio de 2014

ENTRE GIGANTES Y PINCELES

Buenos días vecinos y vecinas.
Hoy os quiero despertar, y lo voy hacer al revés. Hoy os quiero despertar de vuestro sueño con un cuento.
Este relato que hoy os presento es el segundo de mis cuentos con el que participé en este libro-joya en el cual tuve el honor de participar junto a mis compañeros y compañeras de la Asociación LAPISLÁZULI Literaria.
Ya sabéis, cada quincena hacíamos nuestras reuniones en el Museo Provincial de Jaén y usábamos el mundo o la vida del día a día en el museo para inspirarnos y crear así estos maravillosos cuentos.




Este cuento está basado en un enorme lienzo que corona magnifico una de las salas de bellas artes de dicho museo.
Una tarde que paseaba con mi hijo Kiko, este se quedó mirándolo estupefacto de abajo hasta arriba y me dijo que escribiera sobre el. Me encantó, ya le había echado el ojo días atrás y ese fue el empujón que me faltaba para ponerme manos a las obra.
La temática, por qué no recocerlo, de mis preferidas, aunar un pasaje de una de las mejores obras de la literatura y oleos en un enorme lienzo, y yo a su vez crear un cuento sobre ello. Me entusiasmó la idea.

La obra se titula: "Don Quijote y los molinos de viento". Del pintor malagueño José Moreno Carbonero (1860-1942). La obra está datada en el 1878 y obtuvo varios premios en su día.
Cómo podéis imaginar intenté rizar el rizo y busqué la manera de mirar por los ojos del pintor y sobretodo,  de Miguel de Cervantes.


           
 

 

Espero que os guste. Yo me lo pasé genial.......


ENTRE GIGANTES Y PINCELES                                                                        wiwi.-


“Dicen por ahí que el viento ha cambiado, que este aire solano no tiene piedad, y trata al justo y al pecador de la misma manera.
Dicen que este viento nuevo, que se instaló aquí tras los delirios de un loco, no conoce el arrepentimiento, pues creen que viene del mismo infierno….”



Un soplo helado en la nuca me despertó de la desidia. Me giro y, nada.

Ante mis ojos un páramo agreste, de un color añil gastado, rodeado de unos pastos secos y un olor a vacío y soledad que contaminan mis pulmones. Cuatro vencejos volaban despavoridos, ni siquiera graznaban, huían de algo o de alguien, creo que de esta calor.

Otra vez aquel escalofrío en mi cuello, tirité como si alguien me susurrara palabras de amor a la espalda. Me giro de inmediato, nada, nadie, solo aquel viejo molino medio moribundo.


Nada se mueve, no se oye ni mi respiración. Contemplo por un instante el edificio. Lo palpo y lo mimo con precaución, parece que aquella vieja mole de piedra se quisiera desvanecer en mis brazos.

Arriba, las telas de las aspas, colgaban ajadas y acribilladas por el sol y el viento. La cal que un día sirvió de protección se desparrama por el suelo como si fueran trozos podridos de corteza. De su medio tejado, sus tejas mal viven quebradas y apunto del suicidio. El tiempo y el olvido se cebaron cruelmente con aquel molino, sus piedras morían poco a poco en una agonía injusta.


Solo algo se mantiene con vida junto aquel moribundo, algo que nace con cada amanecer, algo que mantiene anclado a la vieja mole a aquella tierra áspera y rota: Su sombra.

Día tras día, año tras año, aquella sombra se encarga de recordarle al molino que lo condenaron a cadena perpetua, y no a pena de muerte, que está ahí por algo, que lo mantiene con un hilo de vida por alguna causa.

Su sombra es oscura y persistente, es cruel y acusadora. Miles son las veces que le reclama, que le recuerda al viejo agónico, que es ella la responsable de su único momento de vida.

Pero también es fresca y protectora. Es un manto que te cobija, y si quieres, allí, te vuelves invisible. Envuelto entre sus brazos oscuros el mundo es diferente.


Las altas temperaturas del mediodía poblaron mi frente y mi cuello de un sudor espeso y almizclado, como si hubiera tragado arena, mi garganta se secó. El zurrón de pellejo donde guardaba mis arreos, quemaba. En su interior las ceras poco a poco se iban derritiendo, los carboncillos se rompieron en mil pedazos y mancharon de tizne mis manos, hasta el papel se cuarteó en un momento.

¿Qué me llevó hasta aquel sitio?, ¿Cuál fue el impulso de conocer aquella tierra quebrada, donde por su grietas exhalaba su hálito el mismo infierno?

Nunca antes sentí aquel calor en mi vida, aquella asfixia. Me quedé sentado, acurrucado en la sombra del molino, con la cabeza entre las piernas y los ojos cerrados, intentando respirar, intentando desaparecer.


No recuerdo el tiempo que llevaba al cobijo de aquella sombra, cuando un viento solano se levantó de aquel suelo infernal. Como si de un dragón se tratara, lanzó su fuego sobre mí sin reparo alguno. Parecía que aquel aire llevara consigo miles de alfileres incandescentes que se clavaban en mi cara y en mis piernas. Como puedo intento protegerme, me agacho aún más y coloco el zurrón justo frente a mi cara para intentar desviar aquel viento ardiente, pero este arremete con más violencia. Está claro, soy un extraño y el aire me quiere expulsar de su territorio.


De pronto un sonido, unas maderas se retuercen. Aquel viento comenzó a mover lentamente las aspas del viejo molino.

Era como si un tiovivo volviera a la vida después de mil años. Al principio sus aspas se movieron con dificultad. A cada giro, sus maderas gritaron, a cada empujón de viento, un lamento de sus lonas roídas.

Aquel montón de piedra y olvido comenzó a respirar, a moverse al son de un aire que conoce desde hace mucho tiempo, un aire al que ama, aunque lo envenena cada vez que se encuentra con el.

Gira y gira cansinamente, cada vez con más fluidez, ya no se oyen ni un achaque ni un reproche, mis oídos se llenan de un zumbido alegre y vivo. En su interior, un corazón de piedra empieza a latir.


Tras las aspas que cada vez giran con más viveza encontré alivio, y por sus acribilladas lonas se filtraban destellos de luz como relámpagos en una noche de tormenta. La sombra se llenó de misteriosas destellos. En ese momento me sentí extrañamente libre.


El soniquete alegre del giro de maderas, el ronroneo de los bloques de piedra volviendo a la vida, los destellos de luz que cegaban mis ojos: Por fin la encontré.

Fue allí mismo, a la sombra del viejo molino, envuelto en un caleidoscopio natural de luz y sonido donde al fin hallé la droga más dañina y más dulce de todas, aquella que te libera la mente y le muestra la verdad a los ojos.

Por fin oí “El Canto de Sirenas…”


Agarré ceras y pinceles, papeles y emociones, mi corazón galopaba a tropel por mi pecho. Yo también vi gigantes.


Afortunado de mí, aquella sensación de angustia y delirio me despejó el alma y los pulmones. El aire ya era fresco y lo vi todo con perfecta claridad.

Un suspiro bastó. Rápidamente cogí pinceles y papel. Pinté, mezcle colores sin tan siquiera mirarlos y guiado por mi corazón dibujé en el lienzo con los ojos cerrados.


Allí anda el bueno de Sancho arreando a su terco asno, desgañitándose, reclamando cordura a su amo, mirando al cielo, como hizo tantas veces.

¡Acá viene!

Don Alonso se bajó la visera de su abollado yelmo, lo hizo con firmeza, de un golpe seco. Apoltronó su lanza bajo el brazo y azuzó con premura al pobre de Rocinante… Aquella batalla pasó a los anales de la literatura.

Afortunado de mí. Yo también vi gigantes.