martes, 5 de agosto de 2014

Si, vengo a contarte un cuento. Para que descanses.

Buenas noches vecinas y vecinos.

Estoy aquí sentado en mi balcón, bajo una noche sin estrellas, mirando un trozo de luna añil que se asoma desde allí arriba, que parece un gajo de mandarina con diez días fuera del frigorífico, cuando de repente, me mira, y solloza.
Las lágrimas de la luna son esas estrellas fugaces que no paramos de atosigarlas con tantos deseos.
Pobre luna, que lloras por Gaza, bueno, Gaza no sabe bien lo que es. Pero si sabe perfectamente lo que son niños y madres, y llora por sus muertes trágicas. Y se asusta de los hombres, capaces de lo peor. Llora por la cantidad de bombas que rajan cada noche el cielo de Palestina.
Intento animarla, le advierto que no tenemos solución, que poco a poco estamos apocados a destruirnos por las excusas más estúpidas y banales que existen. Que esa es nuestra historia en esta tierra.
Me susurra al oído que ya no le quedan lágrimas. Efectivamente, cada vez se ven menos estrellas fugaces.
Me la traigo a mi regazo, y le hablo de la esperanza, del Arte, de la Cultura, le intento sacar una sonrisa con la literatura.
Le leo mis relatos, aquellos cuentos que publiqué con tanto amor. Empecé por este primero que tanto disfrute de el hace ocho años......

Parece que la luna ya llora menos, al oírlos, se le dibuja una mueca de sonrisa en su media cara añil.

Espero, vecinos y vecinas, que estas letras valgan para alejaros al menos cinco minutos de esta realidad de bombas, corruptos, embusteros e hipocresía.


                                                                      
                                    LA REINA DE LOS MARES


            Hoy el sol revienta de luz en la bahía de San Fernando. Hoy el azul del cielo se viste de oro para alumbrar un pedacito de alma gaditana. Hoy zarpa a una mar ansiosa, El Juan Sebastián Elcano. Hoy, por fin, nuestro amigo Arturo se hace marinero.

            Todo es radiante, todo es azul y sol en Cádiz entero, todo luce. Todo, menos en el segundo izquierda de la calle Armador.

            Allí, en el dormitorio de papá y mamá la oscuridad se quiebra en un rincón. Del techo, una pobre y amarillenta luz cubre la figura del progenitor.
Este, firme, erguido, regio, como si fuera un cactus de plástico, se viste de gala frente a un espejo alto, colocado en ese lugar a propósito para esta ceremonia.
Ya lleva casi una hora, estira y gira el cuello para ajustarse el nudo de la corbata, ahí, justo bajo la nuez, apretando hasta que casi siente el ahogo, si, esa es la medida. Aploma los hombros y la chaqueta, esta se asienta en su cuerpo orgullosa y soberbia. La casaca es cruzada, ideal para lucir un par de hileras de botones latonados, perfectamente verticales, perfectamente paralelos. Engarza cada broche en su ojal y cuando ha terminado, con un sutil paño de lino, frota con fuerza cada botón, si, con mucha fuerza, hasta que estos parecen las lágrimas del mismo sol, esa es la medida. Suspira cuando fija el sable en la trabilla del cinturón en el lateral derecho de su pantalón azul marino, meticulosamente perpendicular y alineado a su pierna.
Mira con fijeza al espejo, recoloca las condecoraciones e insignias con aire marcial, aprovecha, respira hondo y retiene el aire en sus pulmones, hoy puede sentirse pleno de orgullo, hoy sin duda es el día más honorable y honroso de toda su vida.
Ya sí, ya va quedando menos, ya casi ha terminado. De reojo mira la mesita, un par de guantes blancos como la cal recién hecha y, una gorra blanca de plato, con la frontal más negra y más brillante que jamás se halla visto en otras gorras de uniformes de gala.
El Sr. Soler vuelve ha retorcer el cuello, quiere que todo ajuste perfectamente. Quién le iba ha decir a él que después de tantas penurias pasadas, hoy embarcaría su primogénito en nada más y nada menos que el buque insignia de La Real Armada Española.
Los guantes, colocados dedo a dedo, perfectos, igual que en su primera comunión.
Mira fijamente al espejo con la barbilla apuntando hacia arriba, siempre hacia arriba, si, hasta que duela la nuca, esa es la medida, y recuerda sus años en la armada. Al nudo de la garganta se le une el nudo de la emoción, tiene que toser porque si no se ahoga de verdad.

Al Sr. Ramón Soler Trujillo sargento de primera de La Armada Española, retirado con honores después de treinta y siete años de servicio, estando en la reserva justamente en San Fernando, destino de sus últimos veinticinco años. Ni nada, ni nadie, le pueden arrebatar este idílico momento para él.
Cuando recoge la gorra chata oye llantos que proceden de la habitación de al lado, pero ni se inmuta, está en trance. En un gesto mecánico se acomoda y afirma las joyas reales de la entrepierna, junta sus talones de charol, del charol más brillante que jamás se halla visto en un par de zapatos de gala y, al grito efusivo de ¡¡Viva España, Viva La Armada!! Da por concluida la ceremonia de la vestimenta.

            Pero en la habitación de al lado los llantos son cada vez más contundentes.

            La estancia es clara y limpia. De tonos lilas suaves en las paredes, se parece a la habitación donde duermen los bebes en una guardería. Hay una colección de peluches perfectamente alineados por estaturas en las estanterías. Del techo cuelgan finos hilachos de color plata, en verano, por la noche, el aire marinero se cuela por la ventana abierta y mueve los hilos, parecen que las estrellas bailen un vals en el techo de la habitación de Arturo.
En la cama, en un rincón, acurrucado, llora y gime el pobre Arturito, sobre la colcha de croché que hizo en un curso en la asociación del barrio cuando tenía dieciséis años, por cierto, fue elegida como la mejor prenda confeccionada por los alumnos de ese año. Arturo llora desconsolado. Muerde un pañuelo de seda con sus iniciales, pero nada le consuela. Mamá con una mano acaricia la pierna de Arturo y con la otra estruja un clinex con fuerza, lo arruga y lo aprieta, pero no alivia el sopor de su hijo. Arturo cada vez se hace más pequeño en su colcha, se abraza las piernas y hunde su cabeza entre las rodillas, ojala pudiera desaparecer.

            -Arturo, querido, tienes que vestirte ya   –  le dice su madre, sin poder mirarle a la cara,         con un hueco en su voz.

            - Mamá, ¿cadete del cano?, si tengo treinta y dos años  –  más llora el futuro marinero.           Del llanto ha pasado al berrinche, ya no se puede parar, ya no se puede contener.

Arturo Soler Sigüenza esa mañana embarca en el Juan Sebastián Elcano. Siempre quiso ser ayudante de vestuario en el cine. Soñaba con vestir a los protagonistas de una peli de época. Todas sus amigas, los sábados por la tarde, iban con sus mejores ropas para que él las vistiera. Arturo Soler, o como a él le gustaba oír de su mamá, “mi rey Arturo”. En su dormitorio tenía todos los animales de la jungla en peluche y una cenefa de margaritas amarillas que él mismo pintó con acuarelas. Le encantaba oír por la noche de voz de su madre el cuento de la sirenita. Ahora se viste de marinero, frente al espejo que tiene detrás de la puerta, cuando se coloca la horrorosa baberola azulona con bordes bancos, no puede evitar el tormento. Da un salto y se arrodilla junto a su madre que está sentada en la silla con la cabeza gacha, la abraza por la cintura, coloca su cabeza en el regazo de mamá, ella comprueba lo largo que tiene el pelo, se acuerda de que se lo van a dejar cortito cortito y sabe lo mal que lo va ha pasar su retoño. Menudo drama en la habitación malva.

            -Niño, date prisa, el taxi llegará en breve. -  Dijo tajante desde la puerta el sargento de           primera.

Tarda al menos mil horas en levantarse y llegar hasta la cómoda, allí tiene su bandejita de las cremas. Se aplica contorno de ojos delicadamente, lleva unos días que no puede con la piel de su cara, tanto llorar, tanta sequedad, tanto salitre, ojala estuviera en Madrid, o en Badajoz, da igual, donde sea pero que no tenga mar, donde sea que no exista esa sal que se le pega a su cuerpo, cualquier sitio de adentro (excepto Barcelona, no sabe por qué, pero siempre quiso conocerla). La lengua le advierte que los labios están peor que la piel de su cara, se fija en el espejito circular que hay al lado de la bandejita, puesto ahí para esos quehaceres. Se embadurna con carmín de sabor a melocotón, alivia un tanto unos labios cuarteados, pero el maldito espejito le devuelve de nuevo la horrible baberola que lleva sobre el cuello, ya no puede llorar más,  ya no tiene lágrimas. La falta de lágrimas lo soluciona con unos gritos bastantes sonoros que intenta ahogar abrazándose al cuerpo de su madre. La blusa de esta, que compró para ese día, tendrá que esperar otra ceremonia, a la madre acaba de pasarle por los pechos una cara llena de pucheros, de lágrimas como chuzos de punta y un kilo de crema facial. Comprueba el manchorrón en la blusa recién comprada y, otra vez le agarra la cabeza al llorón de Arturo esta vez ya un tanto exasperada, pero de nuevo el tacto de sus dedos en los sedosos rizos del futuro cadete la calman un poco, más drama para la habitación lila.

            En la calle suenan repliquen furiosos del claxon más impertinente que jamás se halla escuchado en todos los coches del mundo.

            - Arturo, el petate, el taxi ha llegado. -  Dijo otra vez tajante papá desde la puerta del dormitorio malva salvaje (que es su color real).

            Arturito arrastra el petate por el pasillo camino a la calle, con la mirada siempre hacía el suelo, sorbiendo por las narices un par de mocos eternos. Delante suya, el sargento de primera desfila como si fuera a reconquistar Granada, ni tan siquiera dobla las rodillas para andar. Detrás, mamá, enseña la faja color carne que lleva adosada a su cintura desde no sabe cuando, mientras intenta colocarse aprisa y corriendo la otra blusa que tiene, si, la blusa negra, la de siempre, la que compró hace seis años para el bautizo del hijo de su sobrina, esa que no se quería poner hoy para tan emotivo evento, ella que quería despedir a su hijo con sus mejores galas. Otra vez será, piensa para sus adentros mamá mientras le echa un último vistazo a la tan conocida blusa negra que lleva puesta, otra vez.

            Ya están los tres en el taxi, papá como no, sentado delante, junto al chofer. El taxista atónito no deja de mirar por el espejo retrovisor a un marinerito bastante añejo agarrado a una mujer con una blusa negra, este llora hasta por las orejas. El sargento de primera retuerce otra vez el cuello, el aire no le pasa y la garganta le carraspea, ya no lo soporta.

            - Arturo hijo, este es el día más feliz de tu vida, recuerda que tu abuelo y yo hubiéramos dado lo que fuera por tener la oportunidad que tú tienes, aprovéchala y hazte un hombre de bien y  sobre todo, recuerda el apellido que tienes. Y ponte la gorra de una vez.  -   Al final de hablar soltó un “cojones”, que hasta el taxista fijo su mirada al frente sin pestañear.

El pobre marinero se abrazó de nuevo a  mamá, lloraba y lloraba, como si en vez de embarcar en el buque escuela fuera a un hospicio o a un internado de esos oscuros y malos. Mamá ya casi se lo quitaba de encima, sabía que le iba a manchar la blusa nueva, bueno la blusa de siempre, pero que hoy era la nueva otra vez. Y en el puerto seguro que se encontraría con las mujeres de otros oficiales y tenía que estar presentable, más que nada por el qué dirán, qué por todos es sabido que las mujeres de los oficiales retirados son bastantes criticonas cuando se juntan para algún evento.

Arturo se despide de su padre con un fuerte apretón de mano, no es capaz ni de mirarle a los ojos, no es capaz ni de respirar, un simple, “adiós papá”, es suficiente. A mamá se le va a tirar al cuello y abrazarla, pero esta en un gesto rápido, le limpia los moquitos que le cuelgan de la nariz enrojecida con un clinex que le aparece por arte de magia del puño de la blusa. Arturito agradece el gesto y marcha camino al barco con el petate y animo a la rastra.
Allí va el pobre Arturo, allí van años y años tirados por la borda de corte y confección, allí va el lucero más candente de la calle Armador. La mayoría de los cadetes embarcan jubilosos y dichosos, todos los marineros tienen un nudo en el estomago por la emoción de ese viaje, de ese glorioso día. Todos, todos menos uno.

Arturo desde el centro de la nave y agarrado al mástil de la vela mayor, blande un pañuelo enorme, (de donde demonios había sacado semejante horror), parecía una sábana de cuna, como si fuera una bandera, del naranja más dañino y asesino que los ojos pudieran ver en ese día tan limpio y luminoso. Todos sus compañeros de azul marino y la goleta, blanca, nacarada, como el mármol pulido. Y allí, en medio, un trapo violento de color butano, moviéndose, agitándose como si estuviera poseído por Satanás, acompañado de los gritos de despedida más desesperantes e hilarantes que jamás se hubiesen escuchado.
Buena presentación Arturito para tus camaradas de viaje, buen bochorno para tus padres, ellos que han hecho un enorme sacrificio para criarte, no se merecen esto hombre y sobre todo como puedes hacérselo a tu mamá, ella, que te trajo al mundo después de tres días de parto, ella, que pasó tres días con dolores, ella, que engordó veintidós kilos en nueve meses y nunca pudo quítaselos de encima, los esconde como puede tras una faja de color carne, como puedes ofrecerle semejante escena, no ves que están mirando las esposas de los otros oficiales retirados y de todos es conocido lo criticonas que son.

            Papá, mamá, visto lo visto, giraron sobre sus talones, no dijeron nada, no conocían a aquella “loca” agarrado a un mástil y moviendo un trapo naranja, simplemente el matrimonio enfiló camino de la zona de los taxis como si aquellas salvajes despedidas no fueran con ellos. Pero mamá ando diez pasos y no pudo reprimir su emoción, giró y con un gesto simple de su brazo, como si saludara a un indio síux, se despidió de su Rey Arturo. Maldición, de reojo comprobó como una de las mujeres, sí del corrillo de las mujeres de oficiales retirados, se daba cuenta de su acción. Seguro que sería la comidilla de Cádiz por lo menos durante tres o cuatro meses. Bendito Arturito, adiós con viento fresco, pensó mamá.

            Ramón Soler Trujillo, sargento de primera De La Real Armada Española, (retirado). Camina triunfante hacía su casa, henchido de orgullo, por fin su sueño se ha hecho realidad.
A cada paso que da, una leve molestia le acomete en la entrepierna. Extrañado se estira y endereza el pantalón por el interior de las nalgas, la molestia se está convirtiendo en inquietud e incluso en malestar, se toca y retoca las ingles y estira el pernil del pantalón a la altura de la bragueta, como si un ratón le royera los calzoncillos. Sofía (la madre), que siempre camina tres pasos por detrás del sargento de primera y siempre va henchida y más aún tras el parto de su rey, se extraña al ver a su consorte andar como un pato zopo y frunce el ceño, achina sus ojos y arrugas sus labios, pensativa, obtusa, ¿por qué su marido no para de tocarse las joyas de la corona?

            -Ramón, criatura, ¿qué te pasa, por qué andas así?  –   preguntó la esposa, un tanto sofocada y con un resuello en su voz por la falta de aire, agitada por andar más aprisa  hasta ponerse a la  altura de él y ver lo que le ocurría.

            -Pues nada mujer, ¿qué me va pasar?, seguro que has planchado mal el interior del pantalón y me roza. – Le contesto sin mirarle a la cara.

            Pero el sargento de primera se dio cuenta de lo que sucedía y para sus adentros se dijo:   - “La última vez que me pongo estas braguitas de encaje bajo estos pantalones de algodón. Me están haciendo rozaduras. Maldita licra.”




                                                                   
                                                                          
                      








    



  

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