martes, 13 de agosto de 2013

EL VERANO DE LA CRISIS


Este verano, primera linea de poza de río.

Nuestras vistas, inmejorables, silla de anea en la puerta y en frente, la casa del vecino a tres metros tan solo.

Este verano las toallas de la playa reposan en un cajón de una cómoda en casa de la tita del pueblo. Tita que hace mil años que no vemos ni sabemos nada de ella.

Visto el panorama, mi padre, el abuelo de mis hijos, puso el GPS con dirección al pueblo, pero aquel nombre no aparecía en ese aparatejo.

Catorce horas de viaje y treinta y dos paradas. Paramos en cada fonda, bar de carretera, estación de servicio, curva con vistas, todos aquellos lugares que al abuelo le recordaban aquel viaje al pueblo que durante muchos años hizo en verano desde el norte al sur y viceversa.

Por fin la caravana de cuatro coches atiborrados aparcó de amanecida en una calleja adoquinada y muy empinada de un pequeño pueblo sin nombre. El sonido seco de las herraduras de un viejo mulo y su presencia al final de la calle, hizo que mi sobrina, la pequeña Marta, rompiera a llorar, despertando así las luces del interior de casi todas la casas de esa empinada y estrecha calle.

La tita Ángeles salió al umbral de la puerta, con su camisón hasta los tobillos, la toquilla cubriendo sus hombros y la alegría en cada arruga de su cara.

Besó a todos mientras pasábamos por la puerta de la que ya era nuestra casa. Se contuvo de apretarse con las mejillas de los pequeños que dormían en brazos de mujeres y hombres que no conocía de nada pero a los que besó y agradeció su visita.

Mamá ya lloraba veinte kilómetros antes de llegar al pueblo y, cuando vio a su prima con su toquilla de croché, dándole la bienvenida a un montón de intrusos, se hizo en un mar de lágrimas, y ambas se agarraron, se abrazaron y entre sollozos, se acariciaron las caras mutuamente, con delicadeza, como si se fueran a romper, y se oyeron más cien besos y otros tantos elogios y reproches de tardanzas en visitas. Las dejamos, giramos nuestras cabezas y dejamos a esas mujeres en su intimidad llorar tranquilas de alegría y de pena a la vez.

La tita Ángeles en realidad es una prima de mi madre. Vivieron juntas mucho tiempo en aquella casa, en aquellos tiempos de hablar a escondidas, de salir a la calle mirando la punta de los zapatos, en aquellos tiempos de protegerse y abrazarse unos a otros y pasaron por momentos muy duros juntas. Pero mi madre se casó con el muchacho pelirrojo y con la cara llenas de pecas de tres casas más abajo. Se separaron cuando mi padre cogió la maleta y puso rumbo al norte, a un barrio periférico de una gran ciudad donde le dijeron, que allí estaba “el Dorado”.

Recuerdo aquella calle empinada y estrecha, pero no asfaltada. Recuerdo que aquellos veranos largos fueron buenos. Mis hermanos pequeños balanceándose en una cuna de madera en mitad de la calle en las anochecidas frescas, y las vecinas revoloteando alrededor de aquellos niños benditos, forasteros, pero benditos. Recuerdo que nunca en mi vida jugué tanto como en aquellos veranos. Y lo primero que hice al llegar a aquella poza, a aquel trozo de riachuelo, fue, tirar piedras a aquel río, intentar hacerlas saltar como una rana. Mis hijos y mis sobrinos con las manos en los bolsillos y mirando al suelo, estaban incrédulos, escuchaban por unos auriculares enormes, reguetón, o rap, o hip-hop, o funky, pero estaban extrañados al ver mi comportamiento. De repente giraban con sus teléfonos móviles apuntando a las nubes, buscando una red, o 3Gs, o algo que bajara del cielo y los sacara de la edad de piedra. Yo si me reía de sus poses, de su perplejidad.

El abuelo se pasó aquellos días dándoselas de lo que no era, de lo que nunca fue. Intentaba convencer a todo el mundo que lo que hizo fue lo mejor. Que el campo y aquella Sierra estaba muerta, que él quería más.

La tita Ángeles de aquella marabunta de extraños solo conocía a mi mujer, porque vino a mi boda. Ni a mis hijos, ni a la familia de mis hermanos pequeños. Eramos desconocidos que invadimos una casa nueva y vieja a la vez, pero con un olor familiar para mi.

Este año he puesto la maldita sombrilla en primera linea de río. Se acabó con los dos modelitos de baño diarios, se acabó mendigar por una tapa de boquerones mil veces al día, se acabó acarrear como un sherpa y pelear como una hiena por un trozo arena fina, arena que se mete por el culo y me hace rozadura y camino escocido a los tres minutos. Este verano llevo cinco días saludando a la gente. Recordando nombres, apellidos y motes. Este verano se me ha olvidado el cargador de la videoconsola de mi hijo, y me da igual.

Mi hijo explotó, mi mujer explotó, mi cuñado explotó, mi hermana explotó. Pusieron en marcha la caravana de coches camino al norte. Pero pararían en cualquier baldosa de arena fina para lucir al menos ese par de modelitos de baño que aún les quedan por ponerse.

Mi hija se queda en el pueblo sin nombre, quiere quitarme el récord de saltos con piedra en el agua. Mi madre sabía que una temporada se iba a quedar con su ansiada prima, y ya están las dos tejiendo una toquilla nueva.

Mi padre, el pobre, lleva tres días llorando, en los hombros de Joaquín, de Paco, de Manuel, llorando en el huerto de su padre que ahora lo atiende su hermano pequeño, mi tío Nicolás, hermano que dejó de hablarle cuando murió mi abuelo y mi padre no tuvo el valor o el ego de venir a enterrarlo en aquellos años de pomposidad. Al final la conciencia hace que llores arrepentido por los rincones, a escondidas.

Se va, mi padre se va con la caravana de coches atiborrados, pero con una asfixia, ahogado entre lágrimas de arrepentimiento.

Yo me quedo, esta maldita crisis ha alargado mis vacaciones indefinidamente. Buscaré “el Dorado” por estas tierras, y por qué no, también buscaré aquella niña rubia, que se sabía todas las plantas y arboles de la zona, que tenía dos coletas muy tiesas a los lados de la cabeza, que me enseñó hacer saltar una piedra como una rana en el agua de esta poza, y creo que fue la única niña, muchacha, mujer que me ha contado siempre la verdad, además me partió la cabeza de una pedrada, seguro que eso fue una señal. La buscaré, a ver si sigue jugando en este río, y si no es así....la convenceré para que lo haga conmigo.

 
 

Vecinas y vecinos, hoy he conocido a Pablo.

Pablo se moja las piernas en las frías aguas de este río, y sus ojos chispeantes y su sonrisa en la cara me contaron que: Pablo está cansado de vivir un guión establecido, está cansado de hablar de esta maldita crisis que no tiene sentido, de lo mal que está eso a lo que llaman “la cosa”, de que con cincuenta y cuatro años donde vas ya..!!, de que no valga para nada treinta y seis años apagando el despertador a eso de las 5.30 de la mañana, para fichar, día tras día, a las 6 en punto, en aquella horrible fabrica de color gris ceniza. Que sus “niños y sobrinitos” de más de veintiocho años, que nunca han pegado un palo al agua, le llamen obsoleto, y que su mujer los alente. Que hoy se quiere bañar en su poza de cuando una vez de niño, fue feliz, y que todo lo demás le da igual.

En este momento Pablo no se acuerda de esa caravana de coches atiborrada que va camino al norte. Ni se acuerda, ni quiere acordarse.....



Besos y abrazos, queridas y queridos vecinas y vecinos, no se aturullen que hay para todos... feliz verano....sea, donde sea..

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