Este verano, primera linea de poza de
río.
Nuestras vistas, inmejorables, silla de
anea en la puerta y en frente, la casa del vecino a tres metros tan
solo.
Este verano las toallas de la playa
reposan en un cajón de una cómoda en casa de la tita del pueblo.
Tita que hace mil años que no vemos ni sabemos nada de ella.
Visto el panorama, mi padre, el abuelo
de mis hijos, puso el GPS con dirección al pueblo, pero aquel nombre
no aparecía en ese aparatejo.
Catorce horas de viaje y treinta y dos
paradas. Paramos en cada fonda, bar de carretera, estación de
servicio, curva con vistas, todos aquellos lugares que al abuelo le
recordaban aquel viaje al pueblo que durante muchos años hizo en
verano desde el norte al sur y viceversa.
Por fin la caravana de cuatro coches
atiborrados aparcó de amanecida en una calleja adoquinada y muy
empinada de un pequeño pueblo sin nombre. El sonido seco de las
herraduras de un viejo mulo y su presencia al final de la calle, hizo
que mi sobrina, la pequeña Marta, rompiera a llorar, despertando así
las luces del interior de casi todas la casas de esa empinada y
estrecha calle.
La tita Ángeles salió al umbral de la
puerta, con su camisón hasta los tobillos, la toquilla cubriendo sus
hombros y la alegría en cada arruga de su cara.
Besó a todos mientras pasábamos por
la puerta de la que ya era nuestra casa. Se contuvo de apretarse con
las mejillas de los pequeños que dormían en brazos de mujeres y
hombres que no conocía de nada pero a los que besó y agradeció su
visita.
Mamá ya lloraba veinte kilómetros
antes de llegar al pueblo y, cuando vio a su prima con su toquilla de
croché, dándole la bienvenida a un montón de intrusos, se hizo en
un mar de lágrimas, y ambas se agarraron, se abrazaron y entre
sollozos, se acariciaron las caras mutuamente, con delicadeza, como
si se fueran a romper, y se oyeron más cien besos y otros tantos
elogios y reproches de tardanzas en visitas. Las dejamos, giramos
nuestras cabezas y dejamos a esas mujeres en su intimidad llorar
tranquilas de alegría y de pena a la vez.
La tita Ángeles en realidad es una
prima de mi madre. Vivieron juntas mucho tiempo en aquella casa, en
aquellos tiempos de hablar a escondidas, de salir a la calle mirando
la punta de los zapatos, en aquellos tiempos de protegerse y
abrazarse unos a otros y pasaron por momentos muy duros juntas. Pero
mi madre se casó con el muchacho pelirrojo y con la cara llenas de
pecas de tres casas más abajo. Se separaron cuando mi padre cogió
la maleta y puso rumbo al norte, a un barrio periférico de una gran
ciudad donde le dijeron, que allí estaba “el Dorado”.
Recuerdo aquella calle empinada y
estrecha, pero no asfaltada. Recuerdo que aquellos veranos largos
fueron buenos. Mis hermanos pequeños balanceándose en una cuna de
madera en mitad de la calle en las anochecidas frescas, y las vecinas
revoloteando alrededor de aquellos niños benditos, forasteros, pero
benditos. Recuerdo que nunca en mi vida jugué tanto como en aquellos
veranos. Y lo primero que hice al llegar a aquella poza, a aquel
trozo de riachuelo, fue, tirar piedras a aquel río, intentar
hacerlas saltar como una rana. Mis hijos y mis sobrinos con las manos
en los bolsillos y mirando al suelo, estaban incrédulos, escuchaban
por unos auriculares enormes, reguetón, o rap, o hip-hop, o funky,
pero estaban extrañados al ver mi comportamiento. De repente giraban
con sus teléfonos móviles apuntando a las nubes, buscando una red,
o 3Gs, o algo que bajara del cielo y los sacara de la edad de piedra.
Yo si me reía de sus poses, de su perplejidad.
El abuelo se pasó aquellos días
dándoselas de lo que no era, de lo que nunca fue. Intentaba
convencer a todo el mundo que lo que hizo fue lo mejor. Que el campo
y aquella Sierra estaba muerta, que él quería más.
La tita Ángeles de aquella marabunta
de extraños solo conocía a mi mujer, porque vino a mi boda. Ni a
mis hijos, ni a la familia de mis hermanos pequeños. Eramos
desconocidos que invadimos una casa nueva y vieja a la vez, pero con
un olor familiar para mi.
Este año he puesto la maldita
sombrilla en primera linea de río. Se acabó con los dos modelitos
de baño diarios, se acabó mendigar por una tapa de boquerones mil
veces al día, se acabó acarrear como un sherpa y pelear como una
hiena por un trozo arena fina, arena que se mete por el culo y me
hace rozadura y camino escocido a los tres minutos. Este verano llevo
cinco días saludando a la gente. Recordando nombres, apellidos y
motes. Este verano se me ha olvidado el cargador de la videoconsola
de mi hijo, y me da igual.
Mi hijo explotó, mi mujer explotó, mi
cuñado explotó, mi hermana explotó. Pusieron en marcha la caravana
de coches camino al norte. Pero pararían en cualquier baldosa de
arena fina para lucir al menos ese par de modelitos de baño que aún
les quedan por ponerse.
Mi hija se queda en el pueblo sin
nombre, quiere quitarme el récord de saltos con piedra en el agua.
Mi madre sabía que una temporada se iba a quedar con su ansiada
prima, y ya están las dos tejiendo una toquilla nueva.
Mi padre, el pobre, lleva tres días
llorando, en los hombros de Joaquín, de Paco, de Manuel, llorando en
el huerto de su padre que ahora lo atiende su hermano pequeño, mi
tío Nicolás, hermano que dejó de hablarle cuando murió mi abuelo
y mi padre no tuvo el valor o el ego de venir a enterrarlo en
aquellos años de pomposidad. Al final la conciencia hace que llores
arrepentido por los rincones, a escondidas.
Se va, mi padre se va con la caravana
de coches atiborrados, pero con una asfixia, ahogado entre lágrimas
de arrepentimiento.
Yo me quedo, esta maldita crisis ha
alargado mis vacaciones indefinidamente. Buscaré “el Dorado” por
estas tierras, y por qué no, también buscaré aquella niña rubia,
que se sabía todas las plantas y arboles de la zona, que tenía dos
coletas muy tiesas a los lados de la cabeza, que me enseñó hacer
saltar una piedra como una rana en el agua de esta poza, y creo que
fue la única niña, muchacha, mujer que me ha contado siempre la
verdad, además me partió la cabeza de una pedrada, seguro que eso
fue una señal. La buscaré, a ver si sigue jugando en este río, y
si no es así....la convenceré para que lo haga conmigo.
Vecinas y vecinos, hoy he conocido a
Pablo.
Pablo se moja las piernas en las frías
aguas de este río, y sus ojos chispeantes y su sonrisa en la cara
me contaron que: Pablo está cansado de vivir un guión establecido,
está cansado de hablar de esta maldita crisis que no tiene sentido,
de lo mal que está eso a lo que llaman “la cosa”, de que con
cincuenta y cuatro años donde vas ya..!!, de que no valga para nada
treinta y seis años apagando el despertador a eso de las 5.30 de la
mañana, para fichar, día tras día, a las 6 en punto, en aquella
horrible fabrica de color gris ceniza. Que sus “niños y
sobrinitos” de más de veintiocho años, que nunca han pegado un
palo al agua, le llamen obsoleto, y que su mujer los alente. Que hoy
se quiere bañar en su poza de cuando una vez de niño, fue feliz, y
que todo lo demás le da igual.
En este momento Pablo no se acuerda de
esa caravana de coches atiborrada que va camino al norte. Ni se
acuerda, ni quiere acordarse.....
Besos y abrazos, queridas y queridos
vecinas y vecinos, no se aturullen que hay para todos... feliz
verano....sea, donde sea..
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