Estoy aquí sentado en mi balcón, bajo una noche sin estrellas, mirando un trozo de luna añil que se asoma desde allí arriba, que parece un gajo de mandarina con diez días fuera del frigorífico, cuando de repente, me mira, y solloza.
Las lágrimas de la luna son esas estrellas fugaces que no paramos de atosigarlas con tantos deseos.
Pobre luna, que lloras por Gaza, bueno, Gaza no sabe bien lo que es. Pero si sabe perfectamente lo que son niños y madres, y llora por sus muertes trágicas. Y se asusta de los hombres, capaces de lo peor. Llora por la cantidad de bombas que rajan cada noche el cielo de Palestina.
Intento animarla, le advierto que no tenemos solución, que poco a poco estamos apocados a destruirnos por las excusas más estúpidas y banales que existen. Que esa es nuestra historia en esta tierra.
Me susurra al oído que ya no le quedan lágrimas. Efectivamente, cada vez se ven menos estrellas fugaces.
Me la traigo a mi regazo, y le hablo de la esperanza, del Arte, de la Cultura, le intento sacar una sonrisa con la literatura.
Le leo mis relatos, aquellos cuentos que publiqué con tanto amor. Empecé por este primero que tanto disfrute de el hace ocho años......
Parece que la luna ya llora menos, al oírlos, se le dibuja una mueca de sonrisa en su media cara añil.
Espero, vecinos y vecinas, que estas letras valgan para alejaros al menos cinco minutos de esta realidad de bombas, corruptos, embusteros e hipocresía.
Hoy el sol revienta
de luz en la bahía de San Fernando. Hoy el azul del cielo se viste de oro para
alumbrar un pedacito de alma gaditana. Hoy zarpa a una mar ansiosa, El Juan
Sebastián Elcano. Hoy, por fin, nuestro amigo Arturo se hace marinero.
Todo es radiante,
todo es azul y sol en Cádiz entero, todo luce. Todo, menos en el segundo
izquierda de la calle Armador.
Allí, en el
dormitorio de papá y mamá la oscuridad se quiebra en un rincón. Del techo, una
pobre y amarillenta luz cubre la figura del progenitor.
Este, firme, erguido, regio, como si fuera un cactus de plástico, se
viste de gala frente a un espejo alto, colocado en ese lugar a propósito para
esta ceremonia.
Ya lleva casi una hora, estira y gira el cuello para ajustarse el
nudo de la corbata, ahí, justo bajo la nuez, apretando hasta que casi siente el
ahogo, si, esa es la medida. Aploma los hombros y la chaqueta, esta se asienta
en su cuerpo orgullosa y soberbia. La casaca es cruzada, ideal para lucir un
par de hileras de botones latonados, perfectamente verticales, perfectamente
paralelos. Engarza cada broche en su ojal y cuando ha terminado, con un sutil
paño de lino, frota con fuerza cada botón, si, con mucha fuerza, hasta que
estos parecen las lágrimas del mismo sol, esa es la medida. Suspira cuando fija
el sable en la trabilla del cinturón en el lateral derecho de su pantalón azul
marino, meticulosamente perpendicular y alineado a su pierna.
Mira con fijeza al espejo, recoloca las condecoraciones e insignias
con aire marcial, aprovecha, respira hondo y retiene el aire en sus pulmones,
hoy puede sentirse pleno de orgullo, hoy sin duda es el día más honorable y
honroso de toda su vida.
Ya sí, ya va quedando menos, ya casi ha terminado. De reojo mira la
mesita, un par de guantes blancos como la cal recién hecha y, una gorra blanca
de plato, con la frontal más negra y más brillante que jamás se halla visto en
otras gorras de uniformes de gala.
El Sr. Soler vuelve ha retorcer el cuello, quiere que todo ajuste perfectamente.
Quién le iba ha decir a él que después de tantas penurias pasadas, hoy
embarcaría su primogénito en nada más y nada menos que el buque insignia de La
Real Armada Española.
Los guantes, colocados dedo a dedo, perfectos, igual que en su
primera comunión.
Mira fijamente al espejo con la barbilla apuntando hacia arriba,
siempre hacia arriba, si, hasta que duela la nuca, esa es la medida, y recuerda
sus años en la armada. Al nudo de la garganta se le une el nudo de la emoción,
tiene que toser porque si no se ahoga de verdad.
Al Sr. Ramón Soler Trujillo sargento de primera de La Armada Española , retirado con
honores después de treinta y siete años de servicio, estando en la reserva
justamente en San Fernando, destino de sus últimos veinticinco años. Ni nada,
ni nadie, le pueden arrebatar este idílico momento para él.
Cuando recoge la gorra chata oye llantos que proceden de la
habitación de al lado, pero ni se inmuta, está en trance. En un gesto mecánico
se acomoda y afirma las joyas reales de la entrepierna, junta sus talones de
charol, del charol más brillante que jamás se halla visto en un par de zapatos
de gala y, al grito efusivo de ¡¡Viva España, Viva La Armada !! Da por concluida
la ceremonia de la vestimenta.
Pero en la
habitación de al lado los llantos son cada vez más contundentes.
La estancia es
clara y limpia. De tonos lilas suaves en las paredes, se parece a la habitación
donde duermen los bebes en una guardería. Hay una colección de peluches
perfectamente alineados por estaturas en las estanterías. Del techo cuelgan
finos hilachos de color plata, en verano, por la noche, el aire marinero se
cuela por la ventana abierta y mueve los hilos, parecen que las estrellas
bailen un vals en el techo de la habitación de Arturo.
En la cama, en un rincón, acurrucado, llora y gime el pobre Arturito,
sobre la colcha de croché que hizo en un curso en la asociación del barrio
cuando tenía dieciséis años, por cierto, fue elegida como la mejor prenda
confeccionada por los alumnos de ese año. Arturo llora desconsolado. Muerde un
pañuelo de seda con sus iniciales, pero nada le consuela. Mamá con una mano
acaricia la pierna de Arturo y con la otra estruja un clinex con fuerza, lo
arruga y lo aprieta, pero no alivia el sopor de su hijo. Arturo cada vez se hace
más pequeño en su colcha, se abraza las piernas y hunde su cabeza entre las
rodillas, ojala pudiera desaparecer.
-Arturo, querido,
tienes que vestirte ya – le dice su madre, sin poder mirarle a la cara,
con un hueco en su voz.
- Mamá, ¿cadete del
cano?, si tengo treinta y dos años – más llora el futuro marinero. Del llanto ha pasado al berrinche, ya
no se puede parar, ya no se puede contener.
Arturo Soler Sigüenza esa mañana embarca en el Juan Sebastián Elcano.
Siempre quiso ser ayudante de vestuario en el cine. Soñaba con vestir a los
protagonistas de una peli de época. Todas sus amigas, los sábados por la tarde,
iban con sus mejores ropas para que él las vistiera. Arturo Soler, o como a él
le gustaba oír de su mamá, “mi rey Arturo”. En su dormitorio tenía todos los
animales de la jungla en peluche y una cenefa de margaritas amarillas que él
mismo pintó con acuarelas. Le encantaba oír por la noche de voz de su madre el
cuento de la sirenita. Ahora se viste de marinero, frente al espejo que tiene detrás
de la puerta, cuando se coloca la horrorosa baberola azulona con bordes bancos,
no puede evitar el tormento. Da un salto y se arrodilla junto a su madre que
está sentada en la silla con la cabeza gacha, la abraza por la cintura, coloca
su cabeza en el regazo de mamá, ella comprueba lo largo que tiene el pelo, se acuerda
de que se lo van a dejar cortito cortito y sabe lo mal que lo va ha pasar su
retoño. Menudo drama en la habitación malva.
-Niño, date prisa,
el taxi llegará en breve. - Dijo tajante
desde la puerta el sargento de primera.
Tarda al menos mil horas en levantarse y llegar hasta la cómoda,
allí tiene su bandejita de las cremas. Se aplica contorno de ojos
delicadamente, lleva unos días que no puede con la piel de su cara, tanto llorar,
tanta sequedad, tanto salitre, ojala estuviera en Madrid, o en Badajoz, da
igual, donde sea pero que no tenga mar, donde sea que no exista esa sal que se
le pega a su cuerpo, cualquier sitio de adentro (excepto Barcelona, no sabe por
qué, pero siempre quiso conocerla). La lengua le advierte que los labios están
peor que la piel de su cara, se fija en el espejito circular que hay al lado de
la bandejita, puesto ahí para esos quehaceres. Se embadurna con carmín de sabor
a melocotón, alivia un tanto unos labios cuarteados, pero el maldito espejito
le devuelve de nuevo la horrible baberola que lleva sobre el cuello, ya no
puede llorar más, ya no tiene lágrimas.
La falta de lágrimas lo soluciona con unos gritos bastantes sonoros que intenta
ahogar abrazándose al cuerpo de su madre. La blusa de esta, que compró para ese
día, tendrá que esperar otra ceremonia, a la madre acaba de pasarle por los
pechos una cara llena de pucheros, de lágrimas como chuzos de punta y un kilo
de crema facial. Comprueba el manchorrón en la blusa recién comprada y, otra
vez le agarra la cabeza al llorón de Arturo esta vez ya un tanto exasperada,
pero de nuevo el tacto de sus dedos en los sedosos rizos del futuro cadete la
calman un poco, más drama para la habitación lila.
En la calle suenan
repliquen furiosos del claxon más impertinente que jamás se halla escuchado en
todos los coches del mundo.
- Arturo, el
petate, el taxi ha llegado. - Dijo otra
vez tajante papá desde la puerta del dormitorio malva salvaje (que es su color
real).
Arturito arrastra
el petate por el pasillo camino a la calle, con la mirada siempre hacía el
suelo, sorbiendo por las narices un par de mocos eternos. Delante suya, el
sargento de primera desfila como si fuera a reconquistar Granada, ni tan
siquiera dobla las rodillas para andar. Detrás, mamá, enseña la faja color carne
que lleva adosada a su cintura desde no sabe cuando, mientras intenta colocarse
aprisa y corriendo la otra blusa que tiene, si, la blusa negra, la de siempre,
la que compró hace seis años para el bautizo del hijo de su sobrina, esa que no
se quería poner hoy para tan emotivo evento, ella que quería despedir a su hijo
con sus mejores galas. Otra vez será, piensa para sus adentros mamá mientras le
echa un último vistazo a la tan conocida blusa negra que lleva puesta, otra
vez.
Ya están los tres
en el taxi, papá como no, sentado delante, junto al chofer. El taxista atónito
no deja de mirar por el espejo retrovisor a un marinerito bastante añejo agarrado
a una mujer con una blusa negra, este llora hasta por las orejas. El sargento de
primera retuerce otra vez el cuello, el aire no le pasa y la garganta le
carraspea, ya no lo soporta.
- Arturo hijo, este
es el día más feliz de tu vida, recuerda que tu abuelo y yo hubiéramos dado lo
que fuera por tener la oportunidad que tú tienes, aprovéchala y hazte un hombre
de bien y sobre todo, recuerda el
apellido que tienes. Y ponte la gorra de una vez. - Al final de hablar soltó un “cojones”, que
hasta el taxista fijo su mirada al frente sin pestañear.
El pobre marinero se abrazó de nuevo a mamá, lloraba y lloraba, como si en vez de
embarcar en el buque escuela fuera a un hospicio o a un internado de esos
oscuros y malos. Mamá ya casi se lo quitaba de encima, sabía que le iba a
manchar la blusa nueva, bueno la blusa de siempre, pero que hoy era la nueva
otra vez. Y en el puerto seguro que se encontraría con las mujeres de otros
oficiales y tenía que estar presentable, más que nada por el qué dirán, qué por
todos es sabido que las mujeres de los oficiales retirados son bastantes
criticonas cuando se juntan para algún evento.
Arturo se despide de su padre con un fuerte apretón de mano, no es
capaz ni de mirarle a los ojos, no es capaz ni de respirar, un simple, “adiós
papá”, es suficiente. A mamá se le va a tirar al cuello y abrazarla, pero esta
en un gesto rápido, le limpia los moquitos que le cuelgan de la nariz
enrojecida con un clinex que le aparece por arte de magia del puño de la blusa.
Arturito agradece el gesto y marcha camino al barco con el petate y animo a la
rastra.
Allí va el pobre Arturo, allí van años y años tirados por la borda
de corte y confección, allí va el lucero más candente de la calle Armador. La
mayoría de los cadetes embarcan jubilosos y dichosos, todos los marineros
tienen un nudo en el estomago por la emoción de ese viaje, de ese glorioso día.
Todos, todos menos uno.
Arturo desde el centro de la nave y agarrado al mástil de la vela
mayor, blande un pañuelo enorme, (de donde demonios había sacado semejante
horror), parecía una sábana de cuna, como si fuera una bandera, del naranja más
dañino y asesino que los ojos pudieran ver en ese día tan limpio y luminoso.
Todos sus compañeros de azul marino y la goleta, blanca, nacarada, como el
mármol pulido. Y allí, en medio, un trapo violento de color butano, moviéndose,
agitándose como si estuviera poseído por Satanás, acompañado de los gritos de
despedida más desesperantes e hilarantes que jamás se hubiesen escuchado.
Buena presentación Arturito para tus camaradas de viaje, buen bochorno
para tus padres, ellos que han hecho un enorme sacrificio para criarte, no se
merecen esto hombre y sobre todo como puedes hacérselo a tu mamá, ella, que te
trajo al mundo después de tres días de parto, ella, que pasó tres días con
dolores, ella, que engordó veintidós kilos en nueve meses y nunca pudo
quítaselos de encima, los esconde como puede tras una faja de color carne, como
puedes ofrecerle semejante escena, no ves que están mirando las esposas de los
otros oficiales retirados y de todos es conocido lo criticonas que son.
Papá, mamá, visto
lo visto, giraron sobre sus talones, no dijeron nada, no conocían a aquella
“loca” agarrado a un mástil y moviendo un trapo naranja, simplemente el
matrimonio enfiló camino de la zona de los taxis como si aquellas salvajes
despedidas no fueran con ellos. Pero mamá ando diez pasos y no pudo reprimir su
emoción, giró y con un gesto simple de su brazo, como si saludara a un indio síux,
se despidió de su Rey Arturo. Maldición, de reojo comprobó como una de las
mujeres, sí del corrillo de las mujeres de oficiales retirados, se daba cuenta
de su acción. Seguro que sería la comidilla de Cádiz por lo menos durante tres
o cuatro meses. Bendito Arturito, adiós con viento fresco, pensó mamá.
Ramón Soler
Trujillo, sargento de primera De La Real Armada Española, (retirado). Camina
triunfante hacía su casa, henchido de orgullo, por fin su sueño se ha hecho
realidad.
A cada paso que da, una leve molestia le acomete en la entrepierna.
Extrañado se estira y endereza el pantalón por el interior de las nalgas, la
molestia se está convirtiendo en inquietud e incluso en malestar, se toca y
retoca las ingles y estira el pernil del pantalón a la altura de la bragueta,
como si un ratón le royera los calzoncillos. Sofía (la madre), que siempre
camina tres pasos por detrás del sargento de primera y siempre va henchida y
más aún tras el parto de su rey, se extraña al ver a su consorte andar como un
pato zopo y frunce el ceño, achina sus ojos y arrugas sus labios, pensativa,
obtusa, ¿por qué su marido no para de tocarse las joyas de la corona?
-Ramón, criatura,
¿qué te pasa, por qué andas así? – preguntó la esposa, un tanto sofocada y con
un resuello en su voz por la falta de aire, agitada por andar más aprisa hasta ponerse a la altura de él y ver lo que le ocurría.
-Pues nada mujer,
¿qué me va pasar?, seguro que has planchado mal el interior del pantalón y me
roza. – Le contesto sin mirarle a la cara.
Pero el sargento de
primera se dio cuenta de lo que sucedía y para sus adentros se dijo: - “La
última vez que me pongo estas braguitas de encaje bajo estos pantalones de
algodón. Me están haciendo rozaduras. Maldita licra.”