jueves, 30 de octubre de 2014

EL AS DEL SUBASTAO

                        EL AS DEL SUBASTAO.-

En mi pueblo.

En mi pueblo hay una mesa a la sombra de un olmo. Es como la fuente de la plaza, como los bancos del paseo. Es como las aceras, como los bordillos. Es tan vieja como mi pueblo. En mi pueblo hay una mesa a la sombra de un gran olmo. Como en casi todo los pueblos.
En esa mesa juegan a cartas los mayores del pueblo desde que plantaron a este viejo olmo.

La mesa de los mayores se llama  “La Moncloa”, donde la vida ha pasado entre mano y mano de cartas, desde la perra gorda hasta los céntimos de hoy. Allí marca el devenir de lo transcendental en este momento de la vida, quién domine el juego ese día. Eso es así, eso es la ley de la mesa del olmo. El anciano que coge un par de manos seguidas está en disposición de la verdad. Ya puede estar el sol en la calle, que él canta las cuarenta en copas y hace la noche el día.

Los viejos hablan cosas de viejos. De que faltan quince días para que maduren las granadas, que las nueces este año vienen más secas. Que desde Gordillo no habido nadie que corra la banda como él. Y además ya se atascan a la hora de hablar, y hasta tienen que alzar la voz por respeto a Santiago que se está quedando sordo y el muy cabezón no quiere ponerse el pinganillo ese, a Lorenzo le va bien, y oye cascar un huevo en casa del vecino, pero Santiago es un cabezón de toda la vida. De toda una vida bajo un olmo jugando a cartas. Jugando al “Subastao”.

Un día andaban los viejos debatiendo de sexo, drogas y rock & roll. Mirando al cielo y culpándolo de que no lloviera, de qué cuánto queda para las doce del mediodía por que el chato de vino no tiene espera. Cuando a la mesa del olmo se acercó un joven con una baraja nueva y suave. Y tan solo dijo: Jugáis a llenas o más diez.
De seguida le hicieron un hueco en la mesa del olmo, y repartió esas nuevas cartas que se deslizaban por el viejo tapete, como si fueran patinadoras rusas. Y cantó más veinte, y luego le cantó al cazo, y a las cuarenta en oros le seguían las veinte en bastos. Y aquel joven fue la mejor medicina para la artrosis de los viejos. Fue el mejor remedio, a parte del chato de vino, para sus corazones casi dormidos. 
Arrastro, y vuelvo a arrastrar. Y aquellos céntimos se posaban a la sombra de este joven con voz de viejo.

Pasaron los días, y el nuevo ocupó el sitio del más sabio, le arrebató por derecho la posición al que más veces ganó a las cartas. Le quitó hasta la palabra, hasta la verdad. Ahora era su palabra la que importaba, y si no era así, se la inventaba, qué para eso cantaba él las diez de monte en cada mano del “subastao”.
Una mañana dijo que era de noche, por qué si. Se había llevado el cazo otra vez, y le apetecía que fuera de noche.
Un viejo se levantó de la mesa antes de las doce del mediodía. Demasiado pronto para el vino Julián, le dijeron. Julián ni giró la cabeza. Qué cosas tiene e Julián, siempre está igual.
Al día siguiente el joven de la baraja nueva le reprochó a un anciano la manera tan lenta en repartir sus cartas. La artrosis hijo mío, que ha vuelto esta mañana, se excusó el anciano.
Y hace dos meses, el joven de la baraja de cartas nuevas, trajo un dominó a las mesa de cartas del viejo olmo.

Cómo siempre cerraba y el seis doble eran para los otros. Esta vez eran las porras del dominó las que le otorgaban el derecho a tener razón. Aunque en la mesa de cartas el juego del dominó solo fueran para tres.

Los bancos del paseo se poblaron de viejos. Se emparejaron los primeros días, y así se quedaron emparejados para siempre en esos bancos.
En la sombra del olmo, en la mesa de cartas, se juega al dominó. Cómo al dominó de dos parejas no se puede jugar con tres personas, el joven de la baraja nueva sacó unos dados.

Aquél cubilete tintineó sobre la mesa unos días. Cada golpetazo de aquél cubilete en la mesa despertaban del letargo a los ancianos de los bancos del paseo, pero solo era un suspiro, luego volvían a sus miradas de viejos. Tan fuerte golpeaba la mesa del olmo con su cubilete, que Lorenzo le quitó potencia al pinganillo, Santiago por su tozudez seguía sin oír muy bien.

Lorenzo le quitó toda la potencia al pinganillo y marchó para su casa, y la mesa de cartas se quedó con dos personas.
Uno, no paraba de gritar solo, de anunciar verdades e imposiciones porque así lo estimaba él, y el otro, medio sordo, que no entendía como aquella mesa se quedaba desierta después de mil años.




A mí me gusta pulular por la calle, hablar con la gente y meterme en los chismes de todos. A mí me dieron pena los bancos del paseo llenos de viejos, y la mesa del olmo vacía. Y le pregunté a un anciano: ¿Por qué no jugáis a cartas ya? Y con su voz de viejo ya cansado me dijo: Ha roto la baraja.

Yo, como buen explorador que soy, dejé una baraja de cartas nueva, sobre el viejo tapete, en la mesa que hay en la sombra del magnífico olmo que hay en mi pueblo. A ver qué pasa.

De momento se acerca Santiago, sin oír a los coches que le advierten que está molestando. Que tozudo es e Santiago.

Buenas noches, o mejor aún………Buenos días

wiwi.